Nuestra civilización tiene pánico del vacío. Pero si queremos conocernos y recrearnos debemos de reconciliarnos con el vacío: buscar el silencio y la oscuridad.
En otros tiempos se decía: la Naturaleza tiene horror del vacío; es preciso decir: la Naturaleza está enamorada del vacío. -Eliphas Levi.
Vivimos en la era de la
hiperestimulación informativa: en cualquier punto al que volteemos en
nuestras pantallas, en nuestras habitaciones o en los cielos de las
grandes ciudades nos asaltan innumerables códigos, etiquetas, rótulos y
demás íconos parte de un lenguaje publicitario que se asemeja a la
invasión de un virus. Asimismo, el espacio está inundado por una plétora
de ruidos paralelos: el andar del vecino, el camión de la basura, el
ladrido de los perros, un estéreo itinerante, el irritante pop-up
musical de una ventana en nuestro navegador… El mundo moderno ha volcado
su temor al vacío buscando rellenar el espacio de materia
consumible/información materializada. La información es tanta que no la
podemos procesar conscientemente pero su contenido sigue corriendo en
nuestro inconsciente —como si tuviéramos un ejército intruso acampando
debajo, en unos pozos subterráneos, minando nuestras tierras.
Como hemos visto antes, en nuestra era la atención se ha vuelto un recurso limitado por
el cual numerosas marcas y corporaciones luchan cada segundo. En el
centro donde se cruzan las balas y la pirotencia del deseo orquestado,
nuestra atención suele estar dividida, persiguiendo por un momento un
estímulo sólo para poco después seguir uno nuevo. y así sucesivamente,
en una concentración fragmentada —como un frenético mono que cambia de
ramas. Y cuando logramos salirnos de este espacio minado de datos,
nuestro mismo cerebro ya parece haber sido cincelado bajo este patrón y
reproduce esta misma fragmentación en el cauce del pensamiento. ¿Cuánto
tiempo puedes pasar sin hacer nada? ¿Cuánto tiempo puedes pasar mirando
fijamente un árbol sin distraerte?
Al dirigir nuestra atención, nos están programando
Más que un arte y una cultura que nos
muestre más contenidos estimulantes, quizás lo que necesitamos es
cultivar el arte de sustraernos de los estímulos, de dejar que nuestra
mente navegue sin una nerviosa directriz por olas ajenas. El arte del
vacío, del silencio, de la oscuridad (puesto que la luz está cargada de
información), de ya no recibir más programas o hacer espacio para
programas que estén fuera de la burbuja civilizatoria. Hace unos días el
músico y crítico Kim Cascone
reflexionaba sobre cómo en un mundo presa de la atención dirigida la
labor del artista quizás tiene que ver con poder eliminar el ruido,
hacer una curaduría que es una especie de jardinería y una irrigación de
los espacios mentales: ofrecer espejos simplemente para que el público
pueda hacer surgir su propio material inconsciente (Cascone es un
declarado amante del silencio y de las cámaras anecoicas —un poco como
James Turrell gusta de crear espacios con campos ganzfeld).
He pensado mucho
últimamente en cómo nuestra cultura está profundamente inmersa en un
modo de “atención dirigida”. Toda nuestra vida despierta se ha
convertido en la narrativa de dónde nuestra atención es enfocada, quién
la dirige y qué acciones tomamos como respuesta a esto. Esto es lo que
nos mantiene a todos esclavizados en un sistema basado en el consumo.
Demasiado ocupados fuera de nosotros para ahondar en nuestro
inconsciente. Permitimos que nos programen al dejar que dirijan nuestra
atención por nosotros. No vemos cuán materialistas y sensorialmente
adictos nos hemos vuelto.
Cualquier
evento-objeto en el mundo exterior debe de ser más ruidoso, llamativo y
espectacular que el más reciente para que pueda brindarnos la misma
elevación sensorial. En respuesta a esto he dedicado mi último trabajo
—ya sea Dark Station o la instalación Sanctum— a proveer oscuridad y una
atmósfera sonora, o como me gusta llamarlo: un espejo.
Ningún espectáculo, ninguna narrativa, ningún mensaje , ningún autor… sólo un espejo.
Proveer oscuridad y silencio es
importante porque son las condiciones psico-ambientales necesarias para
que lo nuevo pueda surgir o lo profundo: aquello que yace en el pozo sin
fondo que es el inconsciente. Cuando un espacio está repleto de cosas,
esas cosas determinan no sólo la interacción que tenemos en ese espacio,
sino también dentro de nuestra mente —actúan como un contenido
programativo, literalmente nos in-forman. Por eso es común dentro de un
contexto iniciático que las personas que buscan el conocimiento pasen
algunos días en una cueva, para que ahí puedan surgir todas sus
proyecciones, toda su película y así puedan mirar al mundo ya sin un
menor bagaje, un poco más libres de los atavismos culturales. O incluso
que se vaya a una cueva a recibir una visión en el clamor de la
existencia. Asimismo, en la mayoría de las tradiciones chamánicas la
ingesta de plantas psicodélicas ocurre en la oscuridad o sólo con la
presencia del fuego guardián —el cual es en realidad amorfo o toma la
forma de la mente y de lo que ocurre en ese instante— para que el que se
acerca a la planta pueda verse a sí mismo o ver lo que la planta le
quiere enseñar con su linterna mágica. En el caso más extremo, parte del
sincretismo neochamánico de Carlos Castaneda, el proceso de iniciación
concluía con un salto al abismo —el vuelo abstracto— en el que el adepto
demostraba su confianza en la irrealidad del mundo.
La contemplación del vacío
En cierta forma la hiperestimulación es
un resultado del abigarramiento del espacio (interior y exterior) a
través del materialismo salvaje, que sigue produciendo objetos, aunque
haya perdido su solidez, produce objetos etéreos, espacios virtuales,
divisas digitales, una armada de egregors. El filósofo Peter Sloterdijk
explica:
Los ciudadanos de la
Edad Moderna inevitablemente se hallaron a sí mismos en una nueva
situación que no sólo resquebrajó la ilusión central de su hogar en el
espacio, sino que también los privó de la confortante noción de que la
tierra está rodeada de formas esféricas que la protegen como un manto
celestial. Desde entonces, la gente moderna ha tenido que aprender a
existir como un núcleo sin una cáscara; la piadosa observación de
Pascal, “el silencio eterno de estos espacios infinito me llena de
pavor”, formula la confesión íntima de una época.
Viviendo sin esa capa protectora, concha
o caparazón que proveían las esferas fijas de la cosmología antigua,
tanto en la visión astronómica como en la visión religiosa de una
jerarquía inmóvil que abarcaba la actividad humana y la encerraba
—limitando lo que penetraba su esfera—, el ser humano ha construido una
nueva burbuja artificial para contenerlo. Hemos seguido ”el destrozo de
los domos celestiales” con “un mundo civilizatorio artificial. Este es
el horizonte final del titanismo tecnológico Europeo-Americano… las
naciones entrepreneurs del primer mundo han trasladado su inquietud
psico-cosmológica a un ofensivo constructivismo”, dice Sloterdijk.
Hemos construido esferas pletóricas de
objetos y datos: la tecnósfera, la radiósfera, la mediósfera, la
datásfera, (algunos quisieran: la noósfera). Estas esferas son
estucturas permeantes ubicuas: nuestra atmósfera está repleta de señales
—al punto de la saturación— que interpenetran nuestras actividades en
todo momento. No hay espacio para señales de fuera de esta nueva burbuja
artificial (de la misma forma que nuestras ciudades son impermeables,
también lo es el edificio de nuestras ideas y conocimientos). Hemos
construido esta fortaleza esférica-eléctrica en gran medida como
reacción al vacío al que nos enfrentamos, a ese pavor de salir del
vientre histórico y enfrentarnos a un cosmos indiferente, donde el caos
aún reina (nuestra civilización es sólo la fachada bajo la cual, como
los dioses olímpicos, nos ilusionamos de haber suplantado al caos
primordial cuando sólo estamos demorando su reino entrópico). Apilamos
objetos y nos apilamos en ciudades que aniquilan el vacío con
estructruras verticales e incesantes progresiones —negando los
horizontes y el tiempo circular.
Ahora sentimos nostalgia de ese vacío,
de la potencia de ese silencio, de la posibilidad indefinida. Hemos
hecho de esta sensación un bien en extinción: el silencio es ya un lujo
por el cual pagamos buen dinero (generando toda una exclusiva industria). Al mismo tiempo vivir prendidos de pantallas de luz nos está enfermando, perturba nuestros ritmos circadianos, genera nuevos y distópicos síndromes y afecta nuestra creatividad.
Nuestra cultura nos enseñó a despreciar
el vacío: una persona “vacía” es alguien que se considera como poco
interesante o moralmente aborrecible. No en todos lados esto es así,
para el budismo una mente vacía es algo que se asocia con la
iluminación: como un espejo bien pulido que refleja la naturaleza
verdadera de las cosas. Vacío como el cielo… La filosofía taoísta está
basada en el concepto de vacío, el sendero del cielo, el surtidor
inagotable: “El Tao es vacío,/Entonces,/Aunque se lo use no se
colma./Abismal./Parece el fundamento de las diez mil cosas”. Incluso
desde la perspectiva de la física: el mundo que conocemos, lo que
llamamos “realidad”, emerge del vacío cuántico, una espuma de creación
indeterminada.
Constantemente se habla de querer
cambiar o crear nuevos sistemas y realidades, pero ¿cómo podemos habitar
o crear algo nuevo si todo está lleno? Necesitamos el vacío, su secreta
plenitud.
Fuente: PijamaSurf
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