Las estructuras de la mente y su construcción de lo real buscan preservarse: el ego es la forma en la que se teje el laberinto para cercar al Ser y evitar que se enfrente al caos y al vacío y posiblemente disuelva su identidad en la totalidad.
Estar aquí es como
una renuncia espiritual. Sólo vemos lo que los otros ven, los miles que
estuvieron aquí en el pasado, aquellos que vendrán en el futuro. Hemos
acordado ser parte de una percepción colectiva.
Don DeLillo
La mente humana es un complejo
procesador de la realidad que está, a su vez, en perpetuo proceso; juez y
parte del mundo. De la misma forma que aquello que percibimos es un
conjunto de cosas en un estado cambiante, la mente también está
cambiando al percibir. Tal vez es por este caos, por este incesante
flujo, por esta naturaleza indetenible o inasible de la realidad es que
nos hemos refugiado en que tenemos una mente fija y estable con una
identidad inalterable, la cual nos permite separar los objetos que
percibimos y llevarlos a un espacio aislado donde podemos medirlos sin
que se desvanezcan en su perpetuo devenir.
Esa parte de la mente que nos ayuda a
anclar la realidad y a separarnos del mundo fenomenológico es el ego. Es
también el ego aquello que al resguardarnos nos hace formar una
resistencia al cambio y activa mecanismos de defensa cuando hay algo que
amenaza su potestad en la mente como si fuera el monarca y único
habitante del reino. Y, sin embargo, la misma existencia de este ego (de
este yo individual) es más que dudosa (no es que sea malo o bueno
querer cosas para nosotros mismos, es que el yo para quien queremos esas
cosas no existe). El rey no sólo está desnudo, es un holograma.
Saul Alinsky escribe en su libro Rules for Radicals:
“La vida está por delante y uno puede desafiar su propio ser en el
curso de las cosas o puede agazaparse a los opacos valles de la
existencia cotidiana cuyo único propósito es la preservación de una
seguridad ilusoria”. Al alimentar nuestro ego podemos mantenernos en un
estado de relativa comodidad, en una seudo-invulnerabilidad pero esto
significa también renunciar a toda novedad, a todo suceso que cimbra y
cuestiona nuestra existencia.
Steven Pressfield en su libro The War of Art
sugiere que el ego se opone al instinto creativo, que sabe moverse en
el caos y reaccionar espontáneamente sin ataduras: “El Ser desea crear,
evolucionar. Al ego le gustan las cosas tal como están”. El ego se
inclina siempre al conservadurismo, a una vieja plutocracia, a preservar
el statu quo de la mente.
Howard Bloom, autor del libro Global Brain
(una estimulante historia de la mente colectiva del planeta), sugiere
que existen dos principios (o dos tipos de individuos) que se oponen y a
la vez colaboran en el desarrollo de la mente planetaria y de la
evolución en general: los encargados de la conformidad (“conformity
enforcers”), una especie de policía homogeneizadora que hace que los
miembros de un grupo hagan las mismas cosas) y los generadores de
diversidad (“diversity generators”), las personas o características que
nos hacen desprendernos del grupo y buscar cosas nuevas. El ego parece
operar como una parte del principio que aplica y obliga a la
conformidad, la ley de la conservación y la identificación con lo
pasado.
El ego es esencialmente identificación a
través del deseo, un pegamento etéreo que confundimos con el ser. No
una identificación con la totalidad de la existencia (las plantas, las
piedras, los animales, las estrellas); una identificación desde una
lógica aristotélica y maniquea de separación entre el ser y el no ser,
entre lo lo bueno y lo malo, optando por una selección arbitraria de
objetos mentales. El ego nos hace asumir etiquetas e ideas como parte de
la definición de nuestro ser, y al ser algo (inteligentes, astrónomos,
buenos bailarines, amados por las mujeres, etc.) no somos todo lo demás,
nos distinguimos de aquellos que no son lo que somos y obtenemos
beneficios de ser lo que creemos que somos. A su vez, en ese acto mental
de identificarnos asumimos que las cosas que somos son permanentes y si
por alguna razón son desalojadas de nuestro sistema de creencias,
rápidamente surge un conflicto –nuestro ser se ahoga en la ambigüedad o
se inflama en el deseo de la carencia. La seguridad del ego es a fin de
cuentas completamente endeble puesto que se erige sobre la posesión de
estas etiquetas u objetos mentales que apuntalan su identidad: nos
ocurre luego como a un niño o a un adolescente que cuando se le critica
algo (como su ropa, un juguete o su preferencia musical) inmediatamente
se deprime.
El ego tiene una importante función:
servir como un caparazón psíquico ante la selva de lo desconocido que
puede fragmentar nuestra mente para permitir desarrollarnos en una etapa
balbuceante. Sin esa protección el caos y la agresión natural de los
otros seres humanos y animales con los que competimos puede ser
demasiado (en cierta forma el ego es como una burbuja o uno de esos
domos que se colocan en ecosistemas simulados). Pero, siguiendo esta
definición, es esencialmente una herramienta para la infancia y la
adolescencia que debería de ser abandonada ante una eventual crisálida
en la maduración (por eso las personas egoístas tienden a cierto
infantilismo). Por eso Carl Jung oponía al ego la individuación como
destino de la psique madura que ha hecho consciente el contenido
inconsciente y ha integrado los aspectos sombríos de la psique. En otras
palabras, la individuación es la aceptación de aquellas cosas a las que
nuestro ego se resiste (y como reza el dicho: “lo que se resiste,
persiste”, permanece en la sombra, en el inconsciente, como un
gobernante secreto).
Paradójicamente la individuación en los
términos de Jung nos acerca al Ser, que tiene su raíz en el Todo, en el
inconsciente colectivo, en el mundo de los arquetipos. Al integrar
nuestra psique e individuarnos, podemos expresar el pleito auténtico de
nuestra alma, con toda su historia personal, pero en esta hondonada el
ser individual se disuelve y se convierte también en el vehículo de
expresión transparente del mundo; se disuelve la separación que es la
ilusión fundamental del ego.
Creo que el ego, aunque suene
contradictorio, no es algo individual, es una alucinación colectiva. El
identificarnos con una entidad única que se ha postrado en el mando de
un organismo humano con ciertas características y una memoria vinculante
a un continuum de historia psíquica es algo que no aprendemos siguiendo
la voz “individual”, sino dejando entrar e identificándonos con la voz
de la multitud, la voz de las masas culturalmente programadas.
Jason Horsley, en su excelente exploración de la individuación y el chamanismo, Escritores del Cielo en Hades,
sostiene que el ser individuado experimenta “un exilio temporal de la
mente colectiva” que “también implica una conexión empática con el
inconsciente colectivo”… se mueve de la perspectiva de “primera persona”
—aquella del individuo aislado— a la de la tercera persona del universo
completo”, de la “realidad subjetiva a la objetiva”.
Una
importante corriente del budismo sostiene que el yo, el ego, la
personalidad, incluso el alma no existen, son meras convenciones
lingüísticas atávicas que al repetirlas tanto en nuestro diálogo interno
se presentan como realidades contundentes. El universo es anatta (impersonalidad), anicca (impermanencia) y duhkha
(desasoiego e insatisfacción). No hay un pensador detrás del
pensamiento, sólo hay pensamiento, proceso psicofísico fluctuando; no
hay alguien que experimenta algo, sólo hay experiencia. De nuevo Jason
Horsley:
Una mentalidad colectiva se mantiene por el reforzamiento constante a través de las palabras:
el grupo le dice a sus miembros qué pensar y luego sus pensamientos les
dicen la misma cosa que les están diciendo que piensen. Esa es la forma
en la que la programación funciona, a través de un comando de
autoperpetuación. La realidad se convierte en lo que nos decimos que es
real, y qué nos decimos que es real es lo que nos dicen que nos digamos.
La ilusión del ego –de una personalidad
constante– está ligada a nuestra idea del tiempo como una progresión
lineal que fluye desde el pasado hacia el futuro. Pero esto parece ser
también una ilusión. Según Einstein: ”La diferencia entre el pasado, el
presente y el futuro es sólo una ilusión persistente”. ¿Existe entonces
sólo el instante presente, sólo está percepción? Pero entonces, ¿está
percepción de alguna manera contiene la totalidad del tiempo, es una
avalancha que comprime toda la historia del universo? La persistencia
del ego y del tiempo se deben a nuestra mente que forma un ap-ego con las cosas y las dota de un coeficiente de realidad. En su ensayo sobre la sincronicidad, Carl Jung escribe:
En la visión
original del mundo, como la encontramos entre hombres primitivos, el
tiempo y el espacio tienen una existencia precaria. Se convierten en
conceptos “fijos” sólo en el curso del desarrollo mental, gracias sobre
todo a la introducción de la medición. En sí mismos, el espacio y el
tiempo consisten en nada. Son conceptos hipostasiados engendrados de la
actividad discriminatoria de la mente consciente, y forman coordenadas
indispensables para describir el comportamiento de los cuerpos en
movimiento. Son, entonces, esencialmente psíquicos de origen.
Jung aquí nos introduce a una
relatividad de la mente-tiempo-espacio, un continuum que disuelve las
fronteras de nuevo entre el sujeto y el objeto y hace de la realidad una
construcción perceptual. El ego, que nos ayudó a construir nuestra
“personalidad”, a darnos confianza y estructurar nuestro rol en el
mundo, es el guardián de nuestra propia Matrix, del edificio mental que
hemos construido para protegernos del caos y el vacío.
Lo misterioso aquí es por qué la mente
busca preservar las estructuras y jerarquías del pasado; ¿acaso para
mantener una arena evolutiva, un escenario de ficción sobre el cual se
pueda desdoblar su propia ficción y tomar conciencia de la misma, como
el guiño de un ojo que regresa al Sol?
Fuente: PIjamaSurf
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