En la segunda parte de este recorrido por los caminos negativos de la espiritualidad exploramos la muerte chamánica (o simbólica) como una herramienta imprescindible para la transformación de la psique individual.
En la primera parte
de esta exploración por los caminos negativos de la espiritualidad –o
por aquello inevitable que debe de enfrentar el ser humano que busca
verdaderamente integrar su conciencia, más allá del confort, la moral y
el placer– nos enfocamos en la sombra. La sombra es aquella parte de
nuestra psique individual y colectiva que reprimimos, bloqueamos o
negamos, principalmente porque presenta un conflicto con nuestro ego y
la asociamos con conductas y arquetipos indeseables –por lo cual
preferimos ocultarla. Pero ocultar está parte esencial de nuestra
naturaleza no resuelve el problema, de la misma manera que arrojar las
cosas que hemos tirado en nuestra habitación al armario no las ordena,
sólo hace que no las percibamos. Continuamos así con numerosos aspectos
de nuestra mente y de nuestro pasado que no queremos presenciar,
pensando que de esta forma no nos afectan, apenas notando que nos
movemos en círculos (la mente es el laberinto del cual están hechos los
laberintos).
La relación entre la sombra y la muerte
es intrínseca, metafórica y psicológicamente, en su evocación de la
oscuridad, la abstracción y lo desconocido. La muerte es aquello que nos
acompaña siempre, de lo cual no podemos librarnos, como nuestra sombra
misma –la cual sólo desaparece en la más completa oscuridad, en la que
nos podríamos fusionar con la totalidad como en un mar nocturno y
silencioso. Al igual que la sombra, generalmente reprimimos la muerte,
la llevamos a los linderos subterráneos de la tierra y de nuestra
psique. En la historia del individuo se repite la historia de la
humanidad. El mundo actual busca alejar la mirada de la muerte: ocurre
velada tras los muros de las fábricas y los mataderos, en habitaciones
inaccesibles y luego es encasquetada como un misterio impalpable, como
un hito extraordinario e incomprensible. ”En cualquier caso se da muerte
a lo sagrado porque aterroriza: su perenne contagio hace imposible la
vida. La única posibilidad restante, la invención moderna: lo sagrado
no se ve” , escribe Roberto Calasso en La Ruina de Kasch.
“La muerte es el desprenderse de todo lo
que no eres tú. El secreto de la vida es “morir antes de que mueras” –y
descubrir que no existe la muerte”, dice Erkhart Tolle, uno de los
populares maestros de la espiritualidad new age que prospera. Más allá
de que podamos tener sentimientos encontrados con esta espiritualidad
predigerida, la frase es una síntesis notable de una corriente ancestral
de sabiduría mística. Nuestras relaciones, nuestro contacto con los
sucesos de nuestra vida están marcados por aquello que llevamos con
nosotros, esa bolsa de piedras de pensamientos y emociones –traumas
incógnitos– que manifiesta el pasado como un peso. Todos queremos vivir
en el fulgor del instante con una fluidez y una espontaneidad que nos
permita sentir la realidad (y la unidad) sin filtros, aspirando a ver aquello que es,
y posiblemente embarcar hacia nuevas aventuras de conciencia. Pero para
hacer esto debemos de reconocer que cargamos con los muertos, en
estados inconclusos, y que debemos asimilarlos y ayudarlos a morir.
En las tradiciones chamánicas existe una
clara conciencia de que el acceso a lo sagrado es zanjeado por la
muerte. Aquellos elegidos para oficiar como guías de una comunidad, para
sanar y para establecer puentes entre los seres humanos y la divinidad,
son aquellos que tienen la facilidad o la ardua disposición para
comunicarse con los muertos –o los ancestros. El mítico viaje al
inframundo, común a tantas culturas, puede verse también como una
especie de constelación familiar o proceso psicoterapéutico en el que el
emisario de una nueva generación se enfrenta a sus ancestros –las
raíces de sangre, enfermedades, e improntas culturales y genéticas– y
redime antiguas cuitas para poder así internarse en el camino de su
propio espíritu. Esta es la misma idea que Carl Jung nomina
individuación. Jason Horsley en su ensayo sobre literatura y chamanismo, lo describe con lucidez:
En cierto sentido la
lealtad del chamán no es con el mundo de los vivos sino con el mundo de
la muerte. Como lo describió Paul Bowles, «es simplemente una máquina
para la transmisión de ideas. En realidad él no existe —es el cero, un
espacio vacío. Un espía enviado por las fuerzas de la muerte. Su
objetivo principal es cruzar información a través de la frontera, de
regreso a la muerte». La razón por la cual los chamanes aparentan ser
leales a la muerte para la mente grupal es que, desde el punto de vista
chamánico, solo hay vida después de la muerte, esto es, solo una vez
que la individuación completa ha permitido cortar todos nuestros
vínculos con la mente grupal podemos empezar a vivir de verdad.
Esta es la máxima
paradoja de nuestra existencia terrenal: que la individualidad es una
ilusión que solo la verdadera individuación puede despejar y solo al
morir para el ego podemos empezar a vivir como nuestro propio ser.
El chamanismo establece una
simbolización de la muerte como recurso para acceder a lo sagrado,
construyendo un teatro mágico en donde interactuar con los espíritus
ancestrales y a través del cual auscultar una realidad
invisible. Podríamos hablar de que el chamanismo, con sus ayunos,
ingesta de plantas psicoactivas y demás técnicas, consiste básicamente
en lograr fingir o simular su muerte de tal manera que sea experimentada
como verdadera (un ejemplo es la ayahusca, o liana de la muerte, que
neuroquímicamente, en su secreción de DMT, parece emular la muerte). Es
verdadera al menos en tanto a que el resultado de la experiencia permite
transformar la vida, incorporar lecciones y aplicar conocimientos de
manera práctica (llevar las joyas del inframundo a la superficie
mundanal). “Habiendo muerto, aunque sea en una alucinación, uno no puede
seguir viviendo de la misma forma”, dice Erik Davis.
Este teatro extático que construye el
chamanismo es una representación de lo hecho por los dioses en eras
anteriores. Odín, de todos los dioses nórdicos, fue el que recibió el
destino de la muerte –pero esa muerte fue lo que le dio su poder
singular (Osiris y Cristo, al igual, son diferenciados por su muerte
rediviva). En el poema épico Havamal, Odín, narra su sacrificio colgando
del árbol Iggdrassil (el árbol que encarna el axis mundi, la escalera
que conecta que los mundos).
Colgue de aquel
árbol ventoso nueve días y nueve noches, herido por una lanza, ofrecida a
Odín, mi ser a mi propio ser dado, alto en ese Árbol del que nadie
había oído cuyas raíces se elevan al cielo. Nadie me refrescaba con agua
o alimento, y miré hacia el abismo; clamando alcé las runas, y entonces
caí…
La pregunta aquí es, ¿estamos dispuestos
a morir, a dejar todas nuestras identificaciones, apegos y atavismos, a
aniquilar el propio ego? En el caso de que no lo estemos, esta perenne
búsqueda por transformarnos, por encontrarnos con la ansiada luz
espiritual, no sólo será infructífera, nos llevará por un sendero de
creciente confusión y engaño.
Continuará….
Fuente: PijamaSurf
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