En contraste con otros métodos o técnicas meditativas, que implican esfuerzo, concentración, ejercicio de la voluntad, visualización, etcétera, el yoga natural que proponen en general el budismo y el bön y, en especial, la tradición del dzogchen, se basa precisamente en la ausencia de esfuerzo y de cualquier tipo de concentración o meditación deliberada, tal como se entienden habitualmente dichos términos. El yoga natural se refiere, pues, a la plena relajación en nuestra verdadera naturaleza o en lo que la tradición tibetana denomina "estado natural".
En el yoga natural no tenemos que hacer nada en especial con el cuerpo, la respiración, o la mente, sino sencillamente relajarnos en nuestra propia condición. Si partimos de la base de que estamos sumidos en la ignorancia, cualquier cosa que hagamos será como dar palos de ciego. Por eso, es mejor abstenerse de manipular las situaciones externas e internas en la medida de lo posible. Sólo dejando tal cual son las olas de la mente, sin agitar el agua con más olas, podrá ésta aquietarse por sí misma. Y, si se trata de conocer cómo son las cosas y lo que somos nosotros mismos, la no-manipulación o la no-acción, es un requisito indispensable para ver las cosas tal cual son porque, cuando manipulamos o alteramos las situaciones y las personas, nos es imposible que se expresen tal como son. De ese modo, la no-acción es recomendable desde muchos puntos de vista.
Por supuesto que no se trata —como podría objetar algún crítico superficial— de abstenerse de toda acción porque tal cosa es manifiestamente absurda e imposible. El dzogchen no pretende acabar con la acción y tampoco aspira a erradicar el pensamiento, sino que tan sólo afirma que la acción no está separada de la no-acción, que la palabra no está separada del silencio, que el pensamiento no esta separado del no-pensamiento. En esencia, tanto acción como no-acción, tanto pensamiento como no-pensamiento, son manifestaciones puras del potencial creativo de la base de la mente. La base es un término fundamental en el presente contexto, puesto que la comprensión fundamental del dzogchen consiste en el reconocimiento de la base y de las manifestaciones de la base.
El enfoque contemplativo del dzogchen se denomina propiamente no-meditación. De igual modo que no hay nada que hacer, tampoco hay nada en lo que meditar y, sobre todo, tampoco hay nadie que medite.
La esencia del dzogchen consiste, pues, en tratar de no cambiar, alterar ni manipular nada, es decir, la no-acción y la no-meditación. Sin embargo, no se trata, insistamos nuevamente en ello, de un no-hacer premeditado o que uno se proponga de antemano sino de una relajación a la que se llega, por así decirlo, tras el completo agotamiento de todas las experiencias.
En ese sentido, la contemplación dzogchen es el verdadero y profundo descanso que sólo puede acaecer una vez que se descubre al núcleo, la base o la esencia de todas las experiencias, incluida la experiencia del experimentador. Sin embargo, no se trata de un reposo o una relajación torpe u oscurecida, sino de una relajación completamente abierta, espaciosa y despierta. Es una relajación que no se opone a la tensión sino que la incluye en un espacio de conocimiento no limitado por condicionamientos de ninguna clase.
La palabra tibetana dzogchen se refiere al verdadero estado —o el estado natural— de cada individuo y se halla compuesta por el término dzog (que, en tibetano, significa "perfección") y por el término chen (que quiere decir "grande"). El significado que nos transmite esta palabra es que todo es perfecto tal y como es. Somos completos, plenos y perfectos tal cual somos. No hace falta buscar nada fuera de nosotros mismos. No es necesario cambiar nada. La perfección se halla justo donde estamos en este mismo instante. El estado natural —la base de nuestro ser— posee todas las riquezas y cualidades imaginables. La motivación con la que muchas personas solemos relacionarnos con la espiritualidad refleja una actitud de profunda carencia y temor, como si a través de las llamadas prácticas espirituales fuésemos a conseguir algo que no poseyésemos ya. Esa actitud de carencia está en abierta oposición con el significado del término dzog, si es que hay algo que pueda estar en oposición al dzogchen.
Por su parte, el término chen alude a la grandeza y vastedad del espacio primordial de nuestro ser, capaz de contenerlo todo sin verse afectado, aumentado ni disminuido en su esencia clara y transparente por ninguna experiencia positiva ni negativa. Todo tiene cabida en ese estado de plenitud intrínseca, más allá de sujeto y objeto, donde uno no posee nada ni es poseído por nada. Es tan grande, tan vasto, que en él caben toda clase de pensamientos y emociones, aunque nada pueda perturbarlo porque nada puede hacer mella ni dejar huella en su clara espaciosidad. Por eso, en la contemplación o no-meditación del dzogchen no aspiramos a alcanzar estado concreto alguno porque nuestro propio estado puede ser todos los estados y ningún estado. No buscamos ser más positivos porque somos lo positivo y lo negativo y porque estamos más allá de ambos.
La esencia de la contemplación dzogchen es, como ya hemos señalado, la no-manipulación. De acuerdo con el significado del término dzog (que, recordémoslo una vez más, en tibetano significa grande, perfecto o completo) todo es perfecto tal como es. Por eso, no hace falta cambiar nada, ni corregir los pensamientos, ni establecer ningún juicio respecto a lo que simplemente sucede.
Lo que ocurre en la contemplación dzogchen no es ni bueno ni malo. No es mejor no tener pensamientos o lo contrario. Es inadecuado afirmar que la meditación ha ido mal o que, por el contrario, ha transcurrido bien. También es una superstición identificar la meditación con la introspección y cerrar los ojos como si con ese simple acto —aparte de poder relajar más o menos la vista— pudiésemos desconectarnos del mundo que nos rodea, por no hablar de nuestra propia mente. ¿Qué ocurre entonces con el resto de las puertas sensoriales? ¿Acaso cerramos también nuestros oídos, nuestro olfato o las sensaciones táctiles? Y lo que es más, ¿cerramos con ello la percepción interna de los pensamientos, sensaciones y demás? La división de la realidad en exterior e interior es otra de las sacrosantas asunciones que debemos poner entre paréntesis.
El objetivo del dzogchen no es crear nada nuevo, sino ver simplemente lo que es. No se trata de profesar ninguna filosofía determinada —ni siquiera la budista— sino tan sólo de limpiar las puertas de la percepción para que la realidad se revele por sí misma. No es recomendable partir de ningún presupuesto establecido. La meditación es un descubrimiento continuo. Como afirma el maestro Lopön Tenzin Namdak: "Nadie sabe lo que es la meditación, sencillamente medita".
El dzogchen no tiene que ver con una doctrina filosófica oriental ni es una práctica exótica de meditación sino que atañe únicamente a la misma naturaleza de lo que somos, el ser desnudo, puro y despojado de todas sus máscaras religiosas, culturales y personales. De hecho, los maestros tibetanos de dzogchen no cesan de repetir que esta contemplación no es una actividad especial, no más de lo que pueda ser cortar leña, acarrear agua o abrazar a la persona amada.
El espacio inconmensurable de nuestra verdadera naturaleza es capaz de contener tanto la actividad como la no-actividad, la palabra y el silencio y el pensamiento y el no-pensamiento. El estado natural —la unión de claridad y vacuidad— está más allá de la tensión y la relajación, de la distracción y la atención, del pensamiento y el no-pensamiento. Es un puro reconocimiento que no depende de nada. Ese estado no se halla en los libros ni en las escrituras, ni es una condición mística alejada de lo que ya somos ahora mismo, sino que es nuestra más íntima naturaleza. Lo único que hacen las enseñanzas y los maestros es señalar dicho estado, pero es cada individuo quien debe reconocerlo.
De ese modo, según mantienen las enseñanzas, la extrema proximidad y simplicidad de nuestra propia naturaleza también puede suponer un importante obstáculo que impida su reconocimiento. La tradición enumera cuatro obstáculos que pueden impedir el reconocimiento de nuestra verdadera naturaleza.
En primer lugar, dada su más que íntima proximidad, nos resulta imposible percibir nuestra verdadera naturaleza. El estado natural es intrínseco a todos nosotros, pero no podemos reconocerlo del mismo modo que no podemos reconocer nuestro rostro si no es con ayuda de un espejo.
En segundo lugar, es tal la profundidad de ese estado que nos es imposible sondearlo o comprenderlo en modo alguno. En ese sentido, se afirma que la vastedad y la profundidad del reconocimiento del estado natural es la fuente de todas las enseñanzas.
En tercer lugar, el estado natural es tan sencillo y simple que no lo creemos. Esta enseñanza afirma que, para alcanzar la iluminación, basta tan sólo con permanecer en el estado natural sin cambiar nada, pero no podemos creerlo porque nos parece demasiado fácil.
Por último, se dice que la extrema bondad o el carácter absolutamente positivo del estado natural nos resultan insoportables. Una vez que se reconoce y estabiliza el estado natural, se percibe que todas las cualidades aparecen espontáneamente a partir de él. Por esa razón se afirma que su nobleza y bondad exceden la capacidad de nuestra mente condicionada.
Así pues, nuestra verdadera naturaleza, la esencia de la realidad, es absolutamente próxima, profunda, simple y positiva, y éstas son las nobles cualidades que constituyen, paradójicamente, los principales obstáculos que impiden su reconocimiento.
Por supuesto que no se trata —como podría objetar algún crítico superficial— de abstenerse de toda acción porque tal cosa es manifiestamente absurda e imposible. El dzogchen no pretende acabar con la acción y tampoco aspira a erradicar el pensamiento, sino que tan sólo afirma que la acción no está separada de la no-acción, que la palabra no está separada del silencio, que el pensamiento no esta separado del no-pensamiento. En esencia, tanto acción como no-acción, tanto pensamiento como no-pensamiento, son manifestaciones puras del potencial creativo de la base de la mente. La base es un término fundamental en el presente contexto, puesto que la comprensión fundamental del dzogchen consiste en el reconocimiento de la base y de las manifestaciones de la base.
El enfoque contemplativo del dzogchen se denomina propiamente no-meditación. De igual modo que no hay nada que hacer, tampoco hay nada en lo que meditar y, sobre todo, tampoco hay nadie que medite.
La esencia del dzogchen consiste, pues, en tratar de no cambiar, alterar ni manipular nada, es decir, la no-acción y la no-meditación. Sin embargo, no se trata, insistamos nuevamente en ello, de un no-hacer premeditado o que uno se proponga de antemano sino de una relajación a la que se llega, por así decirlo, tras el completo agotamiento de todas las experiencias.
En ese sentido, la contemplación dzogchen es el verdadero y profundo descanso que sólo puede acaecer una vez que se descubre al núcleo, la base o la esencia de todas las experiencias, incluida la experiencia del experimentador. Sin embargo, no se trata de un reposo o una relajación torpe u oscurecida, sino de una relajación completamente abierta, espaciosa y despierta. Es una relajación que no se opone a la tensión sino que la incluye en un espacio de conocimiento no limitado por condicionamientos de ninguna clase.
La palabra tibetana dzogchen se refiere al verdadero estado —o el estado natural— de cada individuo y se halla compuesta por el término dzog (que, en tibetano, significa "perfección") y por el término chen (que quiere decir "grande"). El significado que nos transmite esta palabra es que todo es perfecto tal y como es. Somos completos, plenos y perfectos tal cual somos. No hace falta buscar nada fuera de nosotros mismos. No es necesario cambiar nada. La perfección se halla justo donde estamos en este mismo instante. El estado natural —la base de nuestro ser— posee todas las riquezas y cualidades imaginables. La motivación con la que muchas personas solemos relacionarnos con la espiritualidad refleja una actitud de profunda carencia y temor, como si a través de las llamadas prácticas espirituales fuésemos a conseguir algo que no poseyésemos ya. Esa actitud de carencia está en abierta oposición con el significado del término dzog, si es que hay algo que pueda estar en oposición al dzogchen.
Por su parte, el término chen alude a la grandeza y vastedad del espacio primordial de nuestro ser, capaz de contenerlo todo sin verse afectado, aumentado ni disminuido en su esencia clara y transparente por ninguna experiencia positiva ni negativa. Todo tiene cabida en ese estado de plenitud intrínseca, más allá de sujeto y objeto, donde uno no posee nada ni es poseído por nada. Es tan grande, tan vasto, que en él caben toda clase de pensamientos y emociones, aunque nada pueda perturbarlo porque nada puede hacer mella ni dejar huella en su clara espaciosidad. Por eso, en la contemplación o no-meditación del dzogchen no aspiramos a alcanzar estado concreto alguno porque nuestro propio estado puede ser todos los estados y ningún estado. No buscamos ser más positivos porque somos lo positivo y lo negativo y porque estamos más allá de ambos.
La esencia de la contemplación dzogchen es, como ya hemos señalado, la no-manipulación. De acuerdo con el significado del término dzog (que, recordémoslo una vez más, en tibetano significa grande, perfecto o completo) todo es perfecto tal como es. Por eso, no hace falta cambiar nada, ni corregir los pensamientos, ni establecer ningún juicio respecto a lo que simplemente sucede.
Lo que ocurre en la contemplación dzogchen no es ni bueno ni malo. No es mejor no tener pensamientos o lo contrario. Es inadecuado afirmar que la meditación ha ido mal o que, por el contrario, ha transcurrido bien. También es una superstición identificar la meditación con la introspección y cerrar los ojos como si con ese simple acto —aparte de poder relajar más o menos la vista— pudiésemos desconectarnos del mundo que nos rodea, por no hablar de nuestra propia mente. ¿Qué ocurre entonces con el resto de las puertas sensoriales? ¿Acaso cerramos también nuestros oídos, nuestro olfato o las sensaciones táctiles? Y lo que es más, ¿cerramos con ello la percepción interna de los pensamientos, sensaciones y demás? La división de la realidad en exterior e interior es otra de las sacrosantas asunciones que debemos poner entre paréntesis.
El objetivo del dzogchen no es crear nada nuevo, sino ver simplemente lo que es. No se trata de profesar ninguna filosofía determinada —ni siquiera la budista— sino tan sólo de limpiar las puertas de la percepción para que la realidad se revele por sí misma. No es recomendable partir de ningún presupuesto establecido. La meditación es un descubrimiento continuo. Como afirma el maestro Lopön Tenzin Namdak: "Nadie sabe lo que es la meditación, sencillamente medita".
El dzogchen no tiene que ver con una doctrina filosófica oriental ni es una práctica exótica de meditación sino que atañe únicamente a la misma naturaleza de lo que somos, el ser desnudo, puro y despojado de todas sus máscaras religiosas, culturales y personales. De hecho, los maestros tibetanos de dzogchen no cesan de repetir que esta contemplación no es una actividad especial, no más de lo que pueda ser cortar leña, acarrear agua o abrazar a la persona amada.
El espacio inconmensurable de nuestra verdadera naturaleza es capaz de contener tanto la actividad como la no-actividad, la palabra y el silencio y el pensamiento y el no-pensamiento. El estado natural —la unión de claridad y vacuidad— está más allá de la tensión y la relajación, de la distracción y la atención, del pensamiento y el no-pensamiento. Es un puro reconocimiento que no depende de nada. Ese estado no se halla en los libros ni en las escrituras, ni es una condición mística alejada de lo que ya somos ahora mismo, sino que es nuestra más íntima naturaleza. Lo único que hacen las enseñanzas y los maestros es señalar dicho estado, pero es cada individuo quien debe reconocerlo.
De ese modo, según mantienen las enseñanzas, la extrema proximidad y simplicidad de nuestra propia naturaleza también puede suponer un importante obstáculo que impida su reconocimiento. La tradición enumera cuatro obstáculos que pueden impedir el reconocimiento de nuestra verdadera naturaleza.
En primer lugar, dada su más que íntima proximidad, nos resulta imposible percibir nuestra verdadera naturaleza. El estado natural es intrínseco a todos nosotros, pero no podemos reconocerlo del mismo modo que no podemos reconocer nuestro rostro si no es con ayuda de un espejo.
En segundo lugar, es tal la profundidad de ese estado que nos es imposible sondearlo o comprenderlo en modo alguno. En ese sentido, se afirma que la vastedad y la profundidad del reconocimiento del estado natural es la fuente de todas las enseñanzas.
En tercer lugar, el estado natural es tan sencillo y simple que no lo creemos. Esta enseñanza afirma que, para alcanzar la iluminación, basta tan sólo con permanecer en el estado natural sin cambiar nada, pero no podemos creerlo porque nos parece demasiado fácil.
Por último, se dice que la extrema bondad o el carácter absolutamente positivo del estado natural nos resultan insoportables. Una vez que se reconoce y estabiliza el estado natural, se percibe que todas las cualidades aparecen espontáneamente a partir de él. Por esa razón se afirma que su nobleza y bondad exceden la capacidad de nuestra mente condicionada.
Así pues, nuestra verdadera naturaleza, la esencia de la realidad, es absolutamente próxima, profunda, simple y positiva, y éstas son las nobles cualidades que constituyen, paradójicamente, los principales obstáculos que impiden su reconocimiento.
Libertad: elogio de la no-acción
La no-acción, dejar las cosas tal cual son, relajar, disolver o autoliberar la mente, integrar la conciencia con el espacio, no concentrarse en nada, no reposar la mente sobre ningún objeto, son expresiones habituales en el contexto de la meditación dzogchen, que tratan de presentarnos el llamado estado natural de la mente desde diferentes perspectivas. La no-acción constituye una noción capital que, como tantas veces se ha repetido, nada tiene que ver con la pasividad y la indiferencia ni tampoco con una mal entendida espontaneidad en la que uno se ve impulsado a hacer de manera irreflexiva lo primero que le viene en gana. La no-acción del dzogchen es equivalente a lo que se conoce, en la tradición taoísta y en la del zen, como wei-wu-wei o "la acción sin acción". Del mismo modo que los esquimales distinguen hasta catorce matices de blanco, el dzogchen nos habla de diferentes tipos de no-acción como, por ejemplo, los distintos matices de la no-acción del cuerpo, la palabra y la mente. No se trata, pues, de un concepto plano, sino multidimensional.
¿Pero cómo practicar la no-acción? ¿Acaso no es una contradicción en los términos? La no-acción significa, básicamente, el descubrimiento de que la libertad es consubstancial al ser, es decir, que no es algo creado, fabricado o conquistado. La libertad no es una elección. No se trata —como explica el gran maestro Sardzha Tashi Gyaltsen— de hacer o de no-hacer, sino de que todo se libera igualmente en el estado natural de la mente. La no-acción también se denomina, en el contexto del dzogchen, la gran decisión carente de acción (Recordemos que una de las claves del dzogchen consiste en tomar una decisión profunda e inequívoca con respecto a la verdadera naturaleza de todos los fenómenos y la mente).
Las acciones condicionadas no pueden procurarnos la iluminación. Cualquier tentativa de liberarnos, de iluminarnos o, simplemente, de ser "mejores", nos aleja de lo que realmente somos. Mientras no percibamos a través del entramado del yo y de su falta de existencia independiente, todas nuestras actividades estarán motivadas por nuestro ego y, por tanto, sólo tenderán a alimentarlo y reforzarlo. No es que, en sí mismo, el ego sea negativo, pero siempre es mejor saber lo que uno lleva entre manos. A veces, es necesario alimentar al yo y, cuando está sobrealimentado, también conviene de vez en cuando dejarlo en ayunas.
Debemos recordar que el dzogchen no es algo separado de lo que ya somos, que su contemplación no es una actividad especial de la mente y que la visión del mundo que propone no es superior ni inferior a otros sistemas meditativos y contemplativos.
Lo que caracteriza propiamente al llamado perfecto estado humano es la libertad. La libertad no consiste en llevar a cabo una determinada decisión y acción, sino que es más bien el espacio, la apertura o la flexibilidad que hacen posible la toma de cualquier decisión equilibrada. La libertad es la esencia del estado humano y, en consecuencia, según las distintas tradiciones espirituales, sólo los humanos tienen la posibilidad de alcanzar la verdadera libertad. Esto es así tanto en las religiones monoteístas como en el budismo y el taoísmo. Según el islam y el cristianismo, por ejemplo, hay ángeles que se hallan tan absortos en la contemplación divina que ni siquiera se han percatado de que la creación ha tenido lugar y, de ese modo, tienen vedado un amplio abánico de experiencias como, por ejemplo, la experiencia de equivocarse y desobedecer.
La libertad sólo es posible allí donde no hay temor. De acuerdo al dzogchen, "la libertad no es lo opuesto a la determinación, sino a la compulsión, a la obligación de actuar".1 La libertad es consubstancial a la existencia. Todos los fenómenos —incluido el propio yo— se liberan espontáneamente por sí mismos. ¿Pero que quiere decir exactamente que se liberan por sí mismos? Hablando en términos relativos, significa que todas las experiencias internas y externas surgen, se mantienen y desaparecen en la base-de-todo, el dharmakaya, la unión de vacuidad y claridad, que es la verdadera naturaleza de la mente.
En el contexto del dozgchen, la llamada integración o liberación natural —que es sinónimo de no-acción— consiste en la comprensión de que no hay necesidad de eliminar, potenciar o alterar en modo alguno las posibles experiencias positivas o negativas ya que, en última instancia, todos los pensamientos, emociones, sensaciones y apariencias surgen y desaparecen simultáneamente en el estado natural de la base, como dibujos en el agua o nubes en el cielo. Todas las experiencias del cuerpo y la mente son reintegradas en el estado natural de la base.
La capacidad inferior se denomina "liberación de todas las experiencias mediante la pura atención" (gcer-grol) y se compara al encuentro con un viejo amigo. Cuando se descubre que la mente se distrae con algún pensamiento, emoción, sensación o apariencia, se retorna de inmediato a la contemplación y, sin dejarse arrastrar por esa experiencia, se ve cómo se disuelve por sí sola en la simplicidad y la claridad. Ese método también se compara con la acción de los rayos del sol, cuyo calor evapora el rocío matinal y, del mismo modo, se afirma que la intensidad del reconocimiento del rigpa es capaz de disolver en su verdadera naturaleza a las diferentes experiencias externas e internas.
La capacidad intermedia recibe el nombre de "liberación en el mismo momento de emergencia" (shar-grol) y se compara al cuerpo de una serpiente que se enrosca y desenrosca simultáneamente. En este caso, se comprende que tanto lo que se pretende liberar como el estado natural de la mente comparten la misma esencia —al igual que las olas y el océano—, constatándose de ese modo que las múltiples y variadas experiencias no son más que la mente misma.
El grado más avanzado de liberación natural recibe el nombre de "liberación espontánea" (rang-grol) y, en este caso, no transcurre lapso alguno entre la emergencia del pensamiento y su liberación en el estado primordial. Este grado de liberación natural se compara, alegóricamente hablando, al ladrón que entra a robar en una casa completamente vacía y también al fuego que acaba consumiendo todo lo que le sirve de combustible, una imagen en la que el fuego representa la comprensión profunda de la naturaleza de la mente mientras que los pensamientos, emociones, sensaciones y apariencias serían el combustible que alimenta las llamas de la sabiduría. De ahí que un conocido adagio budista aplicable a este particular rece así: "A mayor intensidad de las emociones conflictivas, mayor sabiduría".
La tradición sostiene que, primeramente, debe intentarse la liberación natural en el dharmakaya de los pensamientos, emociones, palabras y acciones positivas; a continuación, la liberación de las experiencias de carácter neutro; y, finalmente, también la liberación de los pensamientos, las emociones e incluso las palabras y las acciones negativas.
En el primer caso, se trata de no perder de vista la contemplación del estado natural mientras se llevan a cabo actividades positivas tales como visualizar a una deidad meditativa, recitar mantras, hacer postraciones, dedicar a todos los seres los posibles méritos de nuestras acciones, etcétera. Posteriormente, se debe intentar mantener el mismo estado contemplativo cuando se efectúan actos que no son considerados positivos ni negativos como, por ejemplo, andar, comer, dormir o hacer el amor. En tercer y último lugar, también debe tener lugar el reconocimiento del estado intrínsecamente libre de los pensamientos, emociones y acciones negativas como mentir, robar, cazar, etcétera.
Todas las virtudes y cualidades positivas, etcétera, se hallan incluidas en ese pequeño atisbo de apertura y espaciosidad, inseparable de la compasión y el amor. La medida de la sabiduría es la medida de nuestro amor que es el acto puro por excelencia, el acto de libertad más grande que le es posible al ser humano. El amor es el ser; amar es ser. Sólo donde no hay yo, puede haber verdadero amor. Por eso, la vacuidad del yo, el desapego, el amor y la compasión son indisociables. El amor es un don que no espera nada a cambio y que ni siquiera es consciente de sí mismo ni de que ama. Es confianza sin reservas, don sin expectativa...
Espaciosidad
Desapego, libertad y espaciosidad son términos sinónimos. El reconocimiento de la espaciosidad inherente a nuestras actividades mentales es sumamente importante en todas las áreas de la vida. Para ello, se recomienda comenzar tratando de percibir el espacio que hay entre los pensamientos y, a partir de ahí, el espacio que se cierne no sólo entre nuestras sensaciones y nuestras emociones, sino también el inasible espacio que hay dentro de ellas, el espacio que hay entre nosotros y las cosas, las situaciones y las personas. En ocasiones estamos demasiado encima de nuestras situaciones, preocupaciones, en suma, de nosotros mismos y sólo sabemos ver las cosas desde una perspectiva constreñida, agobiante, en una atmósfera irrespirable. Nos parece que no tenemos la opción de contemplarnos a nosotros mismos desde diferentes distancias y posiciones, sino tan sólo desde una misma posición.
Por otro lado, también es importante que la contemplación-meditación sea espaciosa en lugar de constreñirla de mil modos. A diferencia de otras tradiciones meditativas, el budismo no aconseja concentrarse unilateralmente sobre el objeto meditativo. Por ejemplo, el Rajasamadhi-sutra, afirma que no hay que concentrarse unilateralmente sobre el objeto meditativo porque eso sólo consigue generar más actividad e inquietud mental.
Según las enseñanzas tradicionales del budismo y el bön, los dioses moran en estados de absoluto gozo más allá del pensamiento pero están tan identificados, tan apegados a esos estados, que no dejan ningún espacio entre ellos y el gozo que experimentan. Y, en el extremo opuesto, en los reinos inferiores de la existencia —infiernos, pretas, animales—, el sufrimiento es tan intenso y claustrofóbico que tampoco hay posibilidad de crear espacio entre la situación y uno mismo. En suma, en ninguno de ambos casos existe la suficiente distancia o el espacio adecuado donde pueda tener lugar una relación flexible con la realidad.
Asimismo, llenamos la espaciosidad natural con toda clase de máscaras personales y sociales, con sentimientos de apego y rechazo, con artefactos ideológicos y credenciales espirituales. No podemos soportar fácilmente la claridad y la desnudez de esa espaciosidad aparentemente vacía. Necesitamos atiborrar con nuestros prejuicios la claridad natural y dejar en ella la huella tiznada de nuestro ego, por más que la espaciosidad natural no se manche nunca.
En esa espaciosidad natural todo tiene cabida y nada se obstruye entre sí puesto que, en última instancia, todas las cosas, y también nosotros mismos, albergamos la misma esencia espaciosa y abierta. Aquí no pueden existir el mal ni el egoísmo, pues están basados en la estrechez y en la autolimitación. A la luz de la espaciosidad, nuestras preocupaciones y pasiones habituales pueden parecernos muy pequeñas y mezquinas. Por tanto, parece aconsejable cultivar ese sentido de espaciosidad tanto en la meditación como fuera de ella, porque esa espaciosidad no está limitada a ninguna situación específica sino que nos acompaña todo el tiempo.
Las seis paramitas clásicas del budismo Mahayana también pueden ser mejor comprendidas desde el punto de vista de la espaciosidad. Así, al dejar suficiente espacio, podemos cultivar la recomendable actitud de la paciencia porque nada hay más paciente que la absoluta receptividad del espacio. Obviamente, al dejar espacio, al percibir el espacio natural de los fenómenos, las situaciones y las personas también podemos ser sumamente generosos. ¿Y qué es la práctica de la ética y la moralidad sino saber dejar espacio entre nuestros objetos de apego o nuestras pasiones y nosotros mismos. Por su parte, la física moderna afirma que, a mayor vacío o espacio, mayor energía. Y la concentración trascendental se describe en los textos tradicionales como crear espacio entre la mente y el objeto de meditación. Por eso, en la meditación budista, se recomienda mantener algún tipo de espacio entre la conciencia y el objeto de meditación. Ese espacio también recibe el nombre de vigilancia. La falta de espacio implica no saber qué estamos haciendo porque estamos demasiado apegados, muy encima del objeto, tan apegados a él que no podemos discernir si estamos prestándole atención de la manera adecuada. La espaciosidad es sinónimo de apertura. Una meditación carente de apertura es una meditación constreñida, fanatizada, que sólo nos encierra más en nosotros mismos y en nuestros propios prejuicios.
En lo que se refiere a la última paramita —la sabiduría trascendental—, no sólo la inteligencia o la capacidad de tener en cuenta varios puntos de vista al mismo tiempo está relacionada con la cualidad de la espaciosidad, sino que también es la esencia de lo que se denomina vacuidad. Es más, en el contexto del budismo Mahayana, para que todas esas actividades sean genuinamente “transcendentales” deben ser fusionadas con el espacio primordial del que estamos hablando, más allá de objeto, sujeto y acción.
En esa inmensa espaciosidad esencial caben la ignorancia y la sabiduría, el samsara y el nirvana. Cabe incluso Dios en cualquiera de sus infinitas manifestaciones o epifanías. No podemos albergar ninguna expectativa ni prejuicio sobre lo que es capaz de reflejar el amplio espejo de la apertura sin reservas de la mente despierta. La realidad está vacía de identidad definitiva, así pues ¿por qué no iba a poder manifestarse la divinidad en esa espaciosidad primordial? El budismo es no-teísta, pero eso no significa que sea ateo. Los dioses de los que hablaba el Buda y, en general, el hinduismo tradicional son entidades sutiles y muy poderosas dotadas de una vida increíblemente larga, pero no tienen nada que ver con el Dios de los filósofos y, mucho menos con el Dios de los místicos, que es la fuente misma del ser y no con ninguna entidad, suprema, eso sí, pero entidad al fin y al cabo. La solidificación no es el polo opuesto de la espaciosidad, puesto que la verdadera espaciosidad, al ser capaz de contenerlo todo, carece de contrarios. De modo similar, la libertad no es lo opuesto a la esclavitud, ni es un movimiento de reacción en contra de nada, sino nuestro modo de ser original, autónomo y auténtico.
La falta de libertad evoca la estrechez, la paranoia. Según la metáfora tradicional budista, esa atmósfera agobiante e irrespirable es el ambiente propio de los reinos infernales, donde el sufrimiento extremo no deja espacio alguno para descansar, ningún resquicio donde respirar. En el extremo contrario, los profundos deleites experimentados por los dioses —o por los grandes meditadores completamente apegados a sus excelsos estados de conciencia— tampoco les dejan el menor espacio para la duda, la reflexión, la libertad y el aburrimiento.
Porque libertad y espaciosidad también implican aburrimiento, períodos de discreta indiferencia. El tedio y la libertad van de la mano. Es la llamada “mente ordinaria” que —en palabras del maestro Lopön Tenzin Namdak— no es nada en especial. Es lo que hay a cada momento. Es tan ordinaria que se la suele despreciar. A este respecto, uno de los obstáculos que nos impide realizar nuestra verdadera naturaleza es la falta de confianza, es decir, el pecado consistente en no creer que nuestra naturaleza es intrínsecamente libre.
Buscamos el secreto y no comprendemos que el secreto somos nosotros. Aspiramos a la libertad y olvidamos que ya somos libres o, mejor dicho, que somos la libertad misma. Sin embargo, la libertad no es un tesoro que todo el mundo pueda tolerar. Hay libertades aparentes que no son sino esclavitudes encubiertas. La libertad o la liberación no se conquistan y tampoco pueden ser otorgadas por ningún maestro, doctrina o libertador externo. La libertad es lo que somos. Pero, ¿quién es capaz de soportar la indeterminación, la apertura, el espacio, el humor e incluso la inseguridad absoluta que son inherentes a la libertad y a la vida?
Libertad no significa hacer lo que nos venga en gana o lo primero que se nos pase por la mente sino tan sólo disponer del espacio suficiente como para poder adoptar una decisión, si es que esto resulta necesario. Libertad es lo opuesto a compulsión y precipitación. Libertad también significa no asignar etiquetas definitivas a las personas ni a los acontecimientos, es decir, no ser esclavos de nuestros propias perspectivas, juicios y prejuicios. Pero la libertad tampoco es indeterminación o carencia de forma y contenido, sino que es la posibilidad tanto de la forma como de la no-forma, de la determinación y de la indeterminación.
En el cristianismo se dice “La verdad os hará libres”, pero no se puede arribar a la verdad sin libertad, de modo que sólo la libertad trae la verdad o, mejor dicho, la libertad es la verdad. Pero la libertad no es ni una conquista ni un don. La libertad no está al final del camino, sino que es el reconocimiento desnudo y falto de temor de nuestra verdadera esencia.
La tradición refiere las claves de la conducta o la no-acción del dzogchen de un modo bastante lírico. Al principio, al igual que un ciervo herido, hay que cortar con cualquier tipo de dependencia material, emocional o intelectual y retirarse en soledad con el fin de evitar las experiencias que puedan entorpecer la contemplación, abandonando también toda expectativa concerniente al éxito o el fracaso en este empeño.
Posteriormente, cuando la contemplación es suficientemente estable, como el león que va de cacería por la selva sin temer el ataque de otras fieras, hay que ir al encuentro de las circunstancias positivas o negativas sin albergar esperanza ni temor alguno, con plena confianza en que uno es capaz de percibir la naturaleza esencialmente libre de todas las experiencias.
Asimismo, como el viento que sopla en el cielo con entera libertad, no hay que apegarse, externamente, a ningún objeto externo ni a las numerosas o escasas posesiones mientras que, internamente, debemos permitir que las experiencias internas fluyan libremente.
Al modo del espacio que carece de todo fundamento, no hay que buscar ningún soporte para la mente y tampoco aspirar a la ejecución de acciones específicas.
Por último, al igual que un loco, cuya mente no se halla sujeta a los convencionalismos, hay que sumergirse enteramente en la espontaneidad carente de ego que emana del estado de pura y total presencia de la cognición primordial.
De ese modo, haya reposo o movimiento, placer o dolor, alegría o tristeza, felicidad o sufrimiento, se debe permanecer siempre en el estado en el que todo se deja tal cual es. La acción del dzogchen no se atiene, en consecuencia, a ninguna regla fija ni persigue ningún propósito preconcebido, sino que se adapta naturalmente a las necesidades del momento.
El yo es una superimposición efectuada sobre un flujo de imágenes mentales, conceptos y sensaciones más o menos sutiles, de manera que hay que dejar que el pensamiento sutil que sostiene la identificación del yo se relaje por sí mismo, al igual que el resto de pensamientos.
Existen estados meditativos de profunda calma mental carente de pensamientos burdos donde, sin embargo, todavía persiste la conciencia o el pensamiento sutil de que no hay presente ningún pensamiento. Así, una vez identificado dicho pensamiento sutil, debemos permitir que también se libere o se relaje en el estado natural de la mente. Lo único que hay que hacer —o mejor dicho no hacer— es no interferir para que todas las experiencias, incluidas la conciencia pura, el gozo, la conciencia-testigo y la ausencia de pensamientos, se relajen en el estado natural.
La no-acción, dejar las cosas tal cual son, relajar, disolver o autoliberar la mente, integrar la conciencia con el espacio, no concentrarse en nada, no reposar la mente sobre ningún objeto, son expresiones habituales en el contexto de la meditación dzogchen, que tratan de presentarnos el llamado estado natural de la mente desde diferentes perspectivas. La no-acción constituye una noción capital que, como tantas veces se ha repetido, nada tiene que ver con la pasividad y la indiferencia ni tampoco con una mal entendida espontaneidad en la que uno se ve impulsado a hacer de manera irreflexiva lo primero que le viene en gana. La no-acción del dzogchen es equivalente a lo que se conoce, en la tradición taoísta y en la del zen, como wei-wu-wei o "la acción sin acción". Del mismo modo que los esquimales distinguen hasta catorce matices de blanco, el dzogchen nos habla de diferentes tipos de no-acción como, por ejemplo, los distintos matices de la no-acción del cuerpo, la palabra y la mente. No se trata, pues, de un concepto plano, sino multidimensional.
¿Pero cómo practicar la no-acción? ¿Acaso no es una contradicción en los términos? La no-acción significa, básicamente, el descubrimiento de que la libertad es consubstancial al ser, es decir, que no es algo creado, fabricado o conquistado. La libertad no es una elección. No se trata —como explica el gran maestro Sardzha Tashi Gyaltsen— de hacer o de no-hacer, sino de que todo se libera igualmente en el estado natural de la mente. La no-acción también se denomina, en el contexto del dzogchen, la gran decisión carente de acción (Recordemos que una de las claves del dzogchen consiste en tomar una decisión profunda e inequívoca con respecto a la verdadera naturaleza de todos los fenómenos y la mente).
Las acciones condicionadas no pueden procurarnos la iluminación. Cualquier tentativa de liberarnos, de iluminarnos o, simplemente, de ser "mejores", nos aleja de lo que realmente somos. Mientras no percibamos a través del entramado del yo y de su falta de existencia independiente, todas nuestras actividades estarán motivadas por nuestro ego y, por tanto, sólo tenderán a alimentarlo y reforzarlo. No es que, en sí mismo, el ego sea negativo, pero siempre es mejor saber lo que uno lleva entre manos. A veces, es necesario alimentar al yo y, cuando está sobrealimentado, también conviene de vez en cuando dejarlo en ayunas.
Debemos recordar que el dzogchen no es algo separado de lo que ya somos, que su contemplación no es una actividad especial de la mente y que la visión del mundo que propone no es superior ni inferior a otros sistemas meditativos y contemplativos.
Lo que caracteriza propiamente al llamado perfecto estado humano es la libertad. La libertad no consiste en llevar a cabo una determinada decisión y acción, sino que es más bien el espacio, la apertura o la flexibilidad que hacen posible la toma de cualquier decisión equilibrada. La libertad es la esencia del estado humano y, en consecuencia, según las distintas tradiciones espirituales, sólo los humanos tienen la posibilidad de alcanzar la verdadera libertad. Esto es así tanto en las religiones monoteístas como en el budismo y el taoísmo. Según el islam y el cristianismo, por ejemplo, hay ángeles que se hallan tan absortos en la contemplación divina que ni siquiera se han percatado de que la creación ha tenido lugar y, de ese modo, tienen vedado un amplio abánico de experiencias como, por ejemplo, la experiencia de equivocarse y desobedecer.
La libertad sólo es posible allí donde no hay temor. De acuerdo al dzogchen, "la libertad no es lo opuesto a la determinación, sino a la compulsión, a la obligación de actuar".1 La libertad es consubstancial a la existencia. Todos los fenómenos —incluido el propio yo— se liberan espontáneamente por sí mismos. ¿Pero que quiere decir exactamente que se liberan por sí mismos? Hablando en términos relativos, significa que todas las experiencias internas y externas surgen, se mantienen y desaparecen en la base-de-todo, el dharmakaya, la unión de vacuidad y claridad, que es la verdadera naturaleza de la mente.
En el contexto del dozgchen, la llamada integración o liberación natural —que es sinónimo de no-acción— consiste en la comprensión de que no hay necesidad de eliminar, potenciar o alterar en modo alguno las posibles experiencias positivas o negativas ya que, en última instancia, todos los pensamientos, emociones, sensaciones y apariencias surgen y desaparecen simultáneamente en el estado natural de la base, como dibujos en el agua o nubes en el cielo. Todas las experiencias del cuerpo y la mente son reintegradas en el estado natural de la base.
La capacidad inferior se denomina "liberación de todas las experiencias mediante la pura atención" (gcer-grol) y se compara al encuentro con un viejo amigo. Cuando se descubre que la mente se distrae con algún pensamiento, emoción, sensación o apariencia, se retorna de inmediato a la contemplación y, sin dejarse arrastrar por esa experiencia, se ve cómo se disuelve por sí sola en la simplicidad y la claridad. Ese método también se compara con la acción de los rayos del sol, cuyo calor evapora el rocío matinal y, del mismo modo, se afirma que la intensidad del reconocimiento del rigpa es capaz de disolver en su verdadera naturaleza a las diferentes experiencias externas e internas.
La capacidad intermedia recibe el nombre de "liberación en el mismo momento de emergencia" (shar-grol) y se compara al cuerpo de una serpiente que se enrosca y desenrosca simultáneamente. En este caso, se comprende que tanto lo que se pretende liberar como el estado natural de la mente comparten la misma esencia —al igual que las olas y el océano—, constatándose de ese modo que las múltiples y variadas experiencias no son más que la mente misma.
El grado más avanzado de liberación natural recibe el nombre de "liberación espontánea" (rang-grol) y, en este caso, no transcurre lapso alguno entre la emergencia del pensamiento y su liberación en el estado primordial. Este grado de liberación natural se compara, alegóricamente hablando, al ladrón que entra a robar en una casa completamente vacía y también al fuego que acaba consumiendo todo lo que le sirve de combustible, una imagen en la que el fuego representa la comprensión profunda de la naturaleza de la mente mientras que los pensamientos, emociones, sensaciones y apariencias serían el combustible que alimenta las llamas de la sabiduría. De ahí que un conocido adagio budista aplicable a este particular rece así: "A mayor intensidad de las emociones conflictivas, mayor sabiduría".
La tradición sostiene que, primeramente, debe intentarse la liberación natural en el dharmakaya de los pensamientos, emociones, palabras y acciones positivas; a continuación, la liberación de las experiencias de carácter neutro; y, finalmente, también la liberación de los pensamientos, las emociones e incluso las palabras y las acciones negativas.
En el primer caso, se trata de no perder de vista la contemplación del estado natural mientras se llevan a cabo actividades positivas tales como visualizar a una deidad meditativa, recitar mantras, hacer postraciones, dedicar a todos los seres los posibles méritos de nuestras acciones, etcétera. Posteriormente, se debe intentar mantener el mismo estado contemplativo cuando se efectúan actos que no son considerados positivos ni negativos como, por ejemplo, andar, comer, dormir o hacer el amor. En tercer y último lugar, también debe tener lugar el reconocimiento del estado intrínsecamente libre de los pensamientos, emociones y acciones negativas como mentir, robar, cazar, etcétera.
Todas las virtudes y cualidades positivas, etcétera, se hallan incluidas en ese pequeño atisbo de apertura y espaciosidad, inseparable de la compasión y el amor. La medida de la sabiduría es la medida de nuestro amor que es el acto puro por excelencia, el acto de libertad más grande que le es posible al ser humano. El amor es el ser; amar es ser. Sólo donde no hay yo, puede haber verdadero amor. Por eso, la vacuidad del yo, el desapego, el amor y la compasión son indisociables. El amor es un don que no espera nada a cambio y que ni siquiera es consciente de sí mismo ni de que ama. Es confianza sin reservas, don sin expectativa...
Espaciosidad
Desapego, libertad y espaciosidad son términos sinónimos. El reconocimiento de la espaciosidad inherente a nuestras actividades mentales es sumamente importante en todas las áreas de la vida. Para ello, se recomienda comenzar tratando de percibir el espacio que hay entre los pensamientos y, a partir de ahí, el espacio que se cierne no sólo entre nuestras sensaciones y nuestras emociones, sino también el inasible espacio que hay dentro de ellas, el espacio que hay entre nosotros y las cosas, las situaciones y las personas. En ocasiones estamos demasiado encima de nuestras situaciones, preocupaciones, en suma, de nosotros mismos y sólo sabemos ver las cosas desde una perspectiva constreñida, agobiante, en una atmósfera irrespirable. Nos parece que no tenemos la opción de contemplarnos a nosotros mismos desde diferentes distancias y posiciones, sino tan sólo desde una misma posición.
Por otro lado, también es importante que la contemplación-meditación sea espaciosa en lugar de constreñirla de mil modos. A diferencia de otras tradiciones meditativas, el budismo no aconseja concentrarse unilateralmente sobre el objeto meditativo. Por ejemplo, el Rajasamadhi-sutra, afirma que no hay que concentrarse unilateralmente sobre el objeto meditativo porque eso sólo consigue generar más actividad e inquietud mental.
Según las enseñanzas tradicionales del budismo y el bön, los dioses moran en estados de absoluto gozo más allá del pensamiento pero están tan identificados, tan apegados a esos estados, que no dejan ningún espacio entre ellos y el gozo que experimentan. Y, en el extremo opuesto, en los reinos inferiores de la existencia —infiernos, pretas, animales—, el sufrimiento es tan intenso y claustrofóbico que tampoco hay posibilidad de crear espacio entre la situación y uno mismo. En suma, en ninguno de ambos casos existe la suficiente distancia o el espacio adecuado donde pueda tener lugar una relación flexible con la realidad.
Asimismo, llenamos la espaciosidad natural con toda clase de máscaras personales y sociales, con sentimientos de apego y rechazo, con artefactos ideológicos y credenciales espirituales. No podemos soportar fácilmente la claridad y la desnudez de esa espaciosidad aparentemente vacía. Necesitamos atiborrar con nuestros prejuicios la claridad natural y dejar en ella la huella tiznada de nuestro ego, por más que la espaciosidad natural no se manche nunca.
En esa espaciosidad natural todo tiene cabida y nada se obstruye entre sí puesto que, en última instancia, todas las cosas, y también nosotros mismos, albergamos la misma esencia espaciosa y abierta. Aquí no pueden existir el mal ni el egoísmo, pues están basados en la estrechez y en la autolimitación. A la luz de la espaciosidad, nuestras preocupaciones y pasiones habituales pueden parecernos muy pequeñas y mezquinas. Por tanto, parece aconsejable cultivar ese sentido de espaciosidad tanto en la meditación como fuera de ella, porque esa espaciosidad no está limitada a ninguna situación específica sino que nos acompaña todo el tiempo.
Las seis paramitas clásicas del budismo Mahayana también pueden ser mejor comprendidas desde el punto de vista de la espaciosidad. Así, al dejar suficiente espacio, podemos cultivar la recomendable actitud de la paciencia porque nada hay más paciente que la absoluta receptividad del espacio. Obviamente, al dejar espacio, al percibir el espacio natural de los fenómenos, las situaciones y las personas también podemos ser sumamente generosos. ¿Y qué es la práctica de la ética y la moralidad sino saber dejar espacio entre nuestros objetos de apego o nuestras pasiones y nosotros mismos. Por su parte, la física moderna afirma que, a mayor vacío o espacio, mayor energía. Y la concentración trascendental se describe en los textos tradicionales como crear espacio entre la mente y el objeto de meditación. Por eso, en la meditación budista, se recomienda mantener algún tipo de espacio entre la conciencia y el objeto de meditación. Ese espacio también recibe el nombre de vigilancia. La falta de espacio implica no saber qué estamos haciendo porque estamos demasiado apegados, muy encima del objeto, tan apegados a él que no podemos discernir si estamos prestándole atención de la manera adecuada. La espaciosidad es sinónimo de apertura. Una meditación carente de apertura es una meditación constreñida, fanatizada, que sólo nos encierra más en nosotros mismos y en nuestros propios prejuicios.
En lo que se refiere a la última paramita —la sabiduría trascendental—, no sólo la inteligencia o la capacidad de tener en cuenta varios puntos de vista al mismo tiempo está relacionada con la cualidad de la espaciosidad, sino que también es la esencia de lo que se denomina vacuidad. Es más, en el contexto del budismo Mahayana, para que todas esas actividades sean genuinamente “transcendentales” deben ser fusionadas con el espacio primordial del que estamos hablando, más allá de objeto, sujeto y acción.
En esa inmensa espaciosidad esencial caben la ignorancia y la sabiduría, el samsara y el nirvana. Cabe incluso Dios en cualquiera de sus infinitas manifestaciones o epifanías. No podemos albergar ninguna expectativa ni prejuicio sobre lo que es capaz de reflejar el amplio espejo de la apertura sin reservas de la mente despierta. La realidad está vacía de identidad definitiva, así pues ¿por qué no iba a poder manifestarse la divinidad en esa espaciosidad primordial? El budismo es no-teísta, pero eso no significa que sea ateo. Los dioses de los que hablaba el Buda y, en general, el hinduismo tradicional son entidades sutiles y muy poderosas dotadas de una vida increíblemente larga, pero no tienen nada que ver con el Dios de los filósofos y, mucho menos con el Dios de los místicos, que es la fuente misma del ser y no con ninguna entidad, suprema, eso sí, pero entidad al fin y al cabo. La solidificación no es el polo opuesto de la espaciosidad, puesto que la verdadera espaciosidad, al ser capaz de contenerlo todo, carece de contrarios. De modo similar, la libertad no es lo opuesto a la esclavitud, ni es un movimiento de reacción en contra de nada, sino nuestro modo de ser original, autónomo y auténtico.
La falta de libertad evoca la estrechez, la paranoia. Según la metáfora tradicional budista, esa atmósfera agobiante e irrespirable es el ambiente propio de los reinos infernales, donde el sufrimiento extremo no deja espacio alguno para descansar, ningún resquicio donde respirar. En el extremo contrario, los profundos deleites experimentados por los dioses —o por los grandes meditadores completamente apegados a sus excelsos estados de conciencia— tampoco les dejan el menor espacio para la duda, la reflexión, la libertad y el aburrimiento.
Porque libertad y espaciosidad también implican aburrimiento, períodos de discreta indiferencia. El tedio y la libertad van de la mano. Es la llamada “mente ordinaria” que —en palabras del maestro Lopön Tenzin Namdak— no es nada en especial. Es lo que hay a cada momento. Es tan ordinaria que se la suele despreciar. A este respecto, uno de los obstáculos que nos impide realizar nuestra verdadera naturaleza es la falta de confianza, es decir, el pecado consistente en no creer que nuestra naturaleza es intrínsecamente libre.
Buscamos el secreto y no comprendemos que el secreto somos nosotros. Aspiramos a la libertad y olvidamos que ya somos libres o, mejor dicho, que somos la libertad misma. Sin embargo, la libertad no es un tesoro que todo el mundo pueda tolerar. Hay libertades aparentes que no son sino esclavitudes encubiertas. La libertad o la liberación no se conquistan y tampoco pueden ser otorgadas por ningún maestro, doctrina o libertador externo. La libertad es lo que somos. Pero, ¿quién es capaz de soportar la indeterminación, la apertura, el espacio, el humor e incluso la inseguridad absoluta que son inherentes a la libertad y a la vida?
Libertad no significa hacer lo que nos venga en gana o lo primero que se nos pase por la mente sino tan sólo disponer del espacio suficiente como para poder adoptar una decisión, si es que esto resulta necesario. Libertad es lo opuesto a compulsión y precipitación. Libertad también significa no asignar etiquetas definitivas a las personas ni a los acontecimientos, es decir, no ser esclavos de nuestros propias perspectivas, juicios y prejuicios. Pero la libertad tampoco es indeterminación o carencia de forma y contenido, sino que es la posibilidad tanto de la forma como de la no-forma, de la determinación y de la indeterminación.
En el cristianismo se dice “La verdad os hará libres”, pero no se puede arribar a la verdad sin libertad, de modo que sólo la libertad trae la verdad o, mejor dicho, la libertad es la verdad. Pero la libertad no es ni una conquista ni un don. La libertad no está al final del camino, sino que es el reconocimiento desnudo y falto de temor de nuestra verdadera esencia.
La tradición refiere las claves de la conducta o la no-acción del dzogchen de un modo bastante lírico. Al principio, al igual que un ciervo herido, hay que cortar con cualquier tipo de dependencia material, emocional o intelectual y retirarse en soledad con el fin de evitar las experiencias que puedan entorpecer la contemplación, abandonando también toda expectativa concerniente al éxito o el fracaso en este empeño.
Posteriormente, cuando la contemplación es suficientemente estable, como el león que va de cacería por la selva sin temer el ataque de otras fieras, hay que ir al encuentro de las circunstancias positivas o negativas sin albergar esperanza ni temor alguno, con plena confianza en que uno es capaz de percibir la naturaleza esencialmente libre de todas las experiencias.
Asimismo, como el viento que sopla en el cielo con entera libertad, no hay que apegarse, externamente, a ningún objeto externo ni a las numerosas o escasas posesiones mientras que, internamente, debemos permitir que las experiencias internas fluyan libremente.
Al modo del espacio que carece de todo fundamento, no hay que buscar ningún soporte para la mente y tampoco aspirar a la ejecución de acciones específicas.
Por último, al igual que un loco, cuya mente no se halla sujeta a los convencionalismos, hay que sumergirse enteramente en la espontaneidad carente de ego que emana del estado de pura y total presencia de la cognición primordial.
De ese modo, haya reposo o movimiento, placer o dolor, alegría o tristeza, felicidad o sufrimiento, se debe permanecer siempre en el estado en el que todo se deja tal cual es. La acción del dzogchen no se atiene, en consecuencia, a ninguna regla fija ni persigue ningún propósito preconcebido, sino que se adapta naturalmente a las necesidades del momento.
El yo es una superimposición efectuada sobre un flujo de imágenes mentales, conceptos y sensaciones más o menos sutiles, de manera que hay que dejar que el pensamiento sutil que sostiene la identificación del yo se relaje por sí mismo, al igual que el resto de pensamientos.
Existen estados meditativos de profunda calma mental carente de pensamientos burdos donde, sin embargo, todavía persiste la conciencia o el pensamiento sutil de que no hay presente ningún pensamiento. Así, una vez identificado dicho pensamiento sutil, debemos permitir que también se libere o se relaje en el estado natural de la mente. Lo único que hay que hacer —o mejor dicho no hacer— es no interferir para que todas las experiencias, incluidas la conciencia pura, el gozo, la conciencia-testigo y la ausencia de pensamientos, se relajen en el estado natural.
El pensamiento, la percepción, siempre son reconocidos en el instante posterior a su aparición. De ese modo, el reconocimiento de un pensamiento siempre se produce sobre la base del pensamiento o del momento de conciencia precedente. En ese sentido, el término tibetano drenpa se traduce muchas veces por "atención", pero también recoge el significado de memoria o de captación del pensamiento pasado inmediato y se define, en ese sentido, como: "El recuerdo constante de una imagen que es la reproducción o la proyección de lo que retiene la memoria" (Moonbeams of Mahamudra). Es decir, prestar atención significa observar al momento de conciencia inmediatamente precedente. Tal es así que Chögyam Trungpa titula "Recordar el presente" un capítulo de uno de sus libros, donde explica las técnicas de atención que se aplican en la meditación budista.
Dado que cualquier momento de conciencia se sustenta en el momento anterior, el pasado es inherente a la conciencia. De ese modo, la conciencia siempre necesita un momento pretérito sobre el que sustentarse. Todo momento de conciencia se apoya en el momento anterior. Si no existiese el momento de conciencia precedente no podríamos cobrar conciencia del momento presente. También podría decirse que, desde la perspectiva de la conciencia dual, el pasado siempre ha existido. Esta perspectiva, dicho sea de paso, aporta la base filosófica depara la doctrina budista de la reencarnación y de la afirmación de que el samsara —la rueda condicionada del nacimiento y la muerte— carece de un principio en el tiempo. Por eso, al abordar la aparente continuidad de la conciencia, es importante no olvidar que la conciencia se asienta sobre el pasado. Así pues, lo que consideramos como el presente no es sino la imagen inmediata del pasado. El verdadero instante o ahora carece de todo punto de referencia.
En el ámbito microscópico de la conciencia, donde el tiempo se descompone aparentemente en diferentes puntos-instantes, ocurre el fenómeno contrario —aunque con consecuencias ilusorias similares— al que tiene lugar cuando la luz procedente de una estrella recorre colosales distancias astronómicas, llegándonos su imagen cuando la estrella hace mucho tiempo que se apagó, por más que sigamos viéndola en el firmamento.
En el caso de los procesos mentales, por el contrario, la estrecha distancia existente entre los distintos momentos de conciencia y la gran velocidad a la que se desarrollan los procesos mentales, da lugar a la ilusión de la continuidad del pensamiento y, especialmente, a la continuidad o duración del pensador sin que, de hecho, podamos demostrar nunca ni en modo alguno que el pensamiento o el supuesto pensador estén dotados de verdadera existencia independiente.
De acuerdo al budismo, es la rápida sucesión de instantes de conciencia la que crea la aparente solidez o continuidad de los pensamientos y las percepciones y, en definitiva, la sensación de solidez espaciotemporal del pensador y de su realidad.
De ese modo, si la distorsión temporal de las grandes distancias astronómicas nos hace percibir en el cielo astros que hace miles de años dejaron de existir, la distorsión que tiene lugar en el intervalo microscópico que separa a los distintos momentos de conciencia, nos lleva a anticipar —o a superponer— la existencia de un yo que nunca llega a existir realmente sino tan sólo imaginariamente. El budismo sostiene en ese sentido que la realidad del yo —así como de cualquier fenómeno— es no-nacida.
Otra interesante noción, relacionada con lo anteriormente dicho, es la simultánea emergencia y desaparición de cada momento de conciencia. De ese modo, también es posible afirmar que el pensamiento que surge no es el pensamiento que parece permanecer ni tampoco el pensamiento que pasa o desaparece. Los objetos, los eventos, las experiencias, los pensamientos, no se disuelven ni desaparecen porque son no-nacidos y nunca llegan a ser, al menos no del modo en que nosotros los concebimos. Es lo que, en la tradición tibetana del mahamudra quintaesencial denomina la coemergencia de la ignorancia y la sabiduría. En el dominio relativo de la existencia no hay continuidad alguna sobre la que podamos establecer una identidad sólida y permanente. No podemos asentarnos ni fijarnos sobre ningún punto y, sin embargo, no dejamos de asentarnos y de tomar forma. No podemos saber si vamos o venimos, si estamos naciendo o muriendo. Nacer y morir, surgir y desaparecer, ignorancia e iluminación, son coemergentes.
El budismo afirma, en suma, que no se puede clavar un cuadro en una pared que está desmoronándose.
Dado que cualquier momento de conciencia se sustenta en el momento anterior, el pasado es inherente a la conciencia. De ese modo, la conciencia siempre necesita un momento pretérito sobre el que sustentarse. Todo momento de conciencia se apoya en el momento anterior. Si no existiese el momento de conciencia precedente no podríamos cobrar conciencia del momento presente. También podría decirse que, desde la perspectiva de la conciencia dual, el pasado siempre ha existido. Esta perspectiva, dicho sea de paso, aporta la base filosófica depara la doctrina budista de la reencarnación y de la afirmación de que el samsara —la rueda condicionada del nacimiento y la muerte— carece de un principio en el tiempo. Por eso, al abordar la aparente continuidad de la conciencia, es importante no olvidar que la conciencia se asienta sobre el pasado. Así pues, lo que consideramos como el presente no es sino la imagen inmediata del pasado. El verdadero instante o ahora carece de todo punto de referencia.
En el ámbito microscópico de la conciencia, donde el tiempo se descompone aparentemente en diferentes puntos-instantes, ocurre el fenómeno contrario —aunque con consecuencias ilusorias similares— al que tiene lugar cuando la luz procedente de una estrella recorre colosales distancias astronómicas, llegándonos su imagen cuando la estrella hace mucho tiempo que se apagó, por más que sigamos viéndola en el firmamento.
En el caso de los procesos mentales, por el contrario, la estrecha distancia existente entre los distintos momentos de conciencia y la gran velocidad a la que se desarrollan los procesos mentales, da lugar a la ilusión de la continuidad del pensamiento y, especialmente, a la continuidad o duración del pensador sin que, de hecho, podamos demostrar nunca ni en modo alguno que el pensamiento o el supuesto pensador estén dotados de verdadera existencia independiente.
De acuerdo al budismo, es la rápida sucesión de instantes de conciencia la que crea la aparente solidez o continuidad de los pensamientos y las percepciones y, en definitiva, la sensación de solidez espaciotemporal del pensador y de su realidad.
De ese modo, si la distorsión temporal de las grandes distancias astronómicas nos hace percibir en el cielo astros que hace miles de años dejaron de existir, la distorsión que tiene lugar en el intervalo microscópico que separa a los distintos momentos de conciencia, nos lleva a anticipar —o a superponer— la existencia de un yo que nunca llega a existir realmente sino tan sólo imaginariamente. El budismo sostiene en ese sentido que la realidad del yo —así como de cualquier fenómeno— es no-nacida.
Otra interesante noción, relacionada con lo anteriormente dicho, es la simultánea emergencia y desaparición de cada momento de conciencia. De ese modo, también es posible afirmar que el pensamiento que surge no es el pensamiento que parece permanecer ni tampoco el pensamiento que pasa o desaparece. Los objetos, los eventos, las experiencias, los pensamientos, no se disuelven ni desaparecen porque son no-nacidos y nunca llegan a ser, al menos no del modo en que nosotros los concebimos. Es lo que, en la tradición tibetana del mahamudra quintaesencial denomina la coemergencia de la ignorancia y la sabiduría. En el dominio relativo de la existencia no hay continuidad alguna sobre la que podamos establecer una identidad sólida y permanente. No podemos asentarnos ni fijarnos sobre ningún punto y, sin embargo, no dejamos de asentarnos y de tomar forma. No podemos saber si vamos o venimos, si estamos naciendo o muriendo. Nacer y morir, surgir y desaparecer, ignorancia e iluminación, son coemergentes.
El budismo afirma, en suma, que no se puede clavar un cuadro en una pared que está desmoronándose.
1 Primordial Experience, An introduction to rDzogs-chen Meditation, trad., Namkhai Norbu y Kennard Lipman, Shambhala, Boston & London, 1987, p. 32.
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