Cuando se habla de monumentos prehistóricos, una suerte de automatismo psíquico aprendido nos lleva a pensar en construcciones megalíticas como la de Stonehenge, con grandes monolitos toscamente tallados, escasamente rematados y con poco o ningún espacio para el detalle y la ornamentación. Sin embargo, recientes hallazgos arqueológicos en Turquía han obligado a los expertos a cuestionarse de raíz algunas hipótesis que la antropología tenía asumidas casi como axiomas desde sus primeros pasos como ciencia.
Uno de
ellos en particular ha conmocionado y conmociona no ya a la comunidad
científica y académica, sino a toda persona que toma conocimiento de su
existencia. Su nombre: Göbekli Tepe, una soberbia construcción
–probablemente, un templo– formada por enormes bloques de caliza tallada
y labrada con una habilidad y sofisticación que se nos antojaban hasta
ahora inconcebibles para su época. A su lado, el diseño de Stonehenge
parece obra del trazo torpe e inseguro de un preescolar; poco más que un
montón de menhires apilados en círculo. Pero lo que distingue a esta nueva
construcción en la actual Turquía del célebre monumento inglés es algo
más que la laboriosidad o la dificultad técnica. Lo que marca la
distancia entre ambos y abre las bocas de eruditos y profanos son los
casi 7.000 años que los separan. Las mediciones calibradas sitúan el
estrato más antiguo –hasta ahora– de Göbekli Tepe en torno al año 9600 antes de Cristo.
Es, por tanto, 6.500 años anterior a Stonehenge y 7.000 años más viejo
que la más vieja de las Pirámides. Se trata, con holgada diferencia, del
monumento megalítico más antiguo que la Humanidad ha conocido, y su
descubrimiento viene a cambiar de manera drástica la percepción que el Homo sapiens sapiens tiene de la arquitectura neolítica y de su propia evolución como especie.
Un hallazgo entre ríos (μεσο ποταμία)
Göbekli Tepe (Colina Panzuda, en
turco) es un pequeño monte orondo y rechoncho que se alza sobre una
meseta al sureste de Turquía, en el Kurdistán occidental, a 15
kilómetros de la ciudad de Urfa (oficialmente, Sanliurfa) y cerca de la
frontera con Siria. La zona está encuadrada dentro de esa vasta región entre los ríos (meso potamía, en griego) Éufrates y Tigris a la que los árabes llaman Al-Jazira (La Isla) y los turcos, Yukarı Mezopotamya (Alta Mesopotamia). Estamos en el centro del llamado Creciente Fértil, la tierra que vio nacer la civilización humana.
Hasta aquí llegó en 1994 el arqueólogo alemán Klaus Schmidt, que hoy dirige la excavación para el Instituto Arqueológico Alemán (Deutsches Archäologisches Institut
o DAI), seguramente avisado del extraño hallazgo de Savak Yildiz, un
anciano pastor kurdo de la zona. Enterradas en la falda de la colina
había unas curiosas piedras de forma sospechosamente rectangular. Según
el propio Schmidt, “cuando comenzamos a excavar, supe en seguida que iba
a pasar aquí el resto de mi vida”. Los resultados de las mediciones de
radiocarbono fueron impresionantes e inapelables: las piedras de Göbekli
Tepe tienen entre 10.000 y 12.000 años. Desde entonces, las sucesivas
excavaciones llevadas a cabo de manera conjunta por el Museo
Arqueológico de Sanliurfa y el DAI han ido sacando a la luz el
testimonio de un pasado que no deja de maravillar a investigadores del
mundo entero.
Con T de monoliTo
Una
vez desenterradas, las piedras resultaron ser imponentes pilares en
forma de T mayúscula, perfectamente tallados y extraídos de la roca viva
en una sola pieza de entre 2 y 3 metros de altura y un peso de hasta 5
toneladas. Están colocados de pie, encastrados cada pocos metros a lo
largo de un muro que cierra un recinto circular de 20 metros de
diámetro.
Aisladas en el centro de este anillo se levantan, erguidas
verticalmente sobre dos grandes pedestales planos también de piedra,
otras dos T’s de caliza notablemente más grandes que las anteriores, de
hasta 6 metros de altura y 10 toneladas de peso. Pero aún más fascinante
que el tamaño de estos pilares en T es su superficie. En ella aparecen,
grabados en bajorrelieve, dibujos de distintos animales: zorros,
jabalíes, toros, leones, patos, grullas, buitres, serpientes, arañas,
escorpiones y hasta una figura en altorrelieve de una especie de
leopardo de aspecto fiero y demoníaco. Algunos pilares tienen brazos
tallados a ambos lados y manos que se cruzan sobre el abdomen. En otro
aparece una figura humana decapitada y con el falo erecto… Son historias
contadas sobre la piedra en una especie de protolenguaje gráfico muy
primitivo que ya –o todavía– nadie sabe leer. Todo el conjunto rebosa
simbología.
Pero no se trata de un recinto único.
Hasta la fecha se han localizado y excavado seis de estos anillos, no
todos de forma circular, aunque sí están todos ellos culminados en su
centro por un par de T’s más prominentes. El número total de monolitos
desenterrados supera ya los 40, pero se sabe que hay muchos más. El
escaneado geomagnético del terreno ha detectado bajo tierra al menos dos
decenas de estos recintos, de diferentes formas: circulares, ovales,
cuadrangulares o poligonales.
Una mina
Entre el material extraído se han
hallado además multitud de objetos, como estatuas de diferentes tamaños
(jabalíes y otros cuadrúpedos sin identificar, e incluso una figura
humana con un poderoso falo erecto), infinidad de herramientas de sílex y
una buena provisión de botones líticos, quién sabe si procedentes de
antiguas prendas ceremoniales. Pero el testimonio más abundante lo forma
la extraordinaria cantidad de huesos de animales salvajes encontrada.
Según los arqueólogos, hay más fósiles en un metro cuadrado de Göbekli
Tepe que en el conjunto de muchos otros yacimientos. La especie más
frecuente es la gacela, aunque también hay uros, onagros, jabalíes,
ciervos o aves. Los huesos aparecen machacados y con el tuétano
extraído, lo que indica que son restos de comidas e identifica a los
comensales como un pueblo de cazadores-recolectores.
A pesar de que tal abundancia de restos
de presas es señal inequívoca de una presencia humana masiva, hasta
ahora no se ha localizado tumba alguna, ni tampoco asentamientos
permanentes. Esta circunstancia ha llevado al profesor Schmidt a la
convicción de que los pilares representan a deidades prehistóricas y de
que Göbekli Tepe fue un lugar de peregrinación espiritual: el primer
santuario construido por la Humanidad. Una convicción que para algunos
académicos no pasa de ser una hipótesis plausible y para otros –los
menos– es, simplemente, una conclusión precipitada. Sea como fuere, el
hallazgo es aún reciente, y las excavaciones solo cubren una pequeña
parte del yacimiento, por lo que cualquier interpretación debe
considerarse preliminar. Costará décadas dar respuesta a todos los
interrogantes que el sitio plantea.
Un secreto enterrado bajo una colina artificial
Sea o no un templo, Göbekli Tepe es, sin
duda alguna, la obra de arquitectura megalítica más arcaica de la que
se tiene noticia. Su tamaño (hasta 15 metros de sedimentos acumulados
sobre una superficie de unas 9 hectáreas), la ingente cantidad de
fósiles que acumula y, sobre todo, su fabulosa antigüedad (décimo
milenio a. C., y no se descarta que pueda haber estratos anteriores a
esa fecha) han convertido ya a este yacimiento en uno de los
descubrimientos más importantes de la historia de la arqueología.
Pero
ahí no acaban las preguntas. Por alguna razón que solo ellos
conocieron, los cazadores-recolectores que construyeron Göbekli Tepe
decidieron abandonarlo dos milenios más tarde. Por fortuna, antes de eso
tuvieron también la exquisita atención de enterrarlo por completo, lo
que ha permitido que se conservara hasta nuestros días. Parece ser que
durante los 2.000 años en que este lugar permaneció activo, la práctica
de enterrar estos presuntos templos para construir otros encima fue
habitual cada pocos siglos. Por qué lo abandonaron definitivamente y,
sobre todo, por qué se tomaron la colosal molestia de mover toneladas y
toneladas de tierra, basura y escombros para taparlo todo y
dejarlo convertido en una colina artificial son enigmas apasionantes. Su
solución, de momento y dada la escasa información disponible, cae más
en el terreno de la fe y la imaginación que en el de la ciencia. De
hecho, los motivos espirituales encabezan la lista de las conjeturas más manejadas.
Un móvil en la tumba de Tutankamón
La ciencia, y en particular la
antropología, bastante tiene con tratar de encajar este nuevo escenario
en su concepción tradicional de Neolítico. Dicho encaje se antoja a
primera vista imposible sin hacer también ajustes importantes en esa
definición clásica. Y es que una construcción de estas características
ubicada en el siglo XCVII a. C. supone un verdadero terremoto para
nuestro plácido concepto de civilización. Si se hubiera encontrado un smartphone en la tumba de Tutankamón, el shock
cronológico no habría sido mayor: entre los móviles de última
generación y el reinado del famoso faraón median poco más de 3.300 años;
entre los arquitectos de Göbekli Tepe y Tutankamón transcurrieron
8.300.
El escollo principal consiste en
conciliar una obra así en el contexto de un pueblo de
cazadores-recolectores. Si los arquitectos y artistas de Göbekli Tepe
hubieran podido pasar por un ejemplo muy precoz de pueblo sedentario
agrícola o ganadero, las dificultades para encuadrar su descubrimiento
habrían sido menores para los antropólogos. Sin embargo, el registro
fósil sugiere con fuerza –casi demuestra– que estos antepasados
prehistóricos se ceñían a la caza y la recolección estacional como medio
de subsistencia. Hasta finales del siglo pasado (hasta que comenzaron a
publicarse los resultados de esta y otras excavaciones de la región,
como el tristemente anegado yacimiento de Nevali Çori),
los cazadores-recolectores eran considerados sociedades muy primitivas
que vivían en pequeños grupos o clanes familiares de unas pocas decenas
de individuos, seminómadas que habitaban en cuevas o en refugios
rudimentarios construidos con madera y pieles. Este supuesto era, a
todas luces, erróneo.
Las piedras de Göbekli Tepe nos enseñan que las
comunidades humanas de finales del Pleistoceno ya poseían la
organización social, la capacidad de abstracción y los conocimientos y
la pericia técnica y artística necesarios para erigir monumentos como
este. Extraer y mover bloques de caliza de más de 10 toneladas sin
conocer ni los metales ni la rueda ni las bestias de carga es una hazaña
formidable que exige el concurso de varios centenares de personas
trabajando de manera coordinada (la media estimada es de unos 50
individuos liberados durante varios meses para cada monolito).
Tallarlos, levantarlos y conseguir que permanezcan en pie es toda una
obra de ingeniería solo posible aplicando unas aptitudes que requieren
siglos, quizá milenios, de especialización. Grabarlos tan primorosamente
y con tal profusión de detalles denota una destreza, un talento y una
inquietud artística impropios de un grupo de cazadores-recolectores.
Quienes construyeron esta Colina Panzuda hace casi 12.000 años
hacían algo más que cazar y recolectar. Entre sus gentes había
arquitectos, ingenieros, albañiles, artesanos y artistas. Y también,
probablemente, sacerdotes o jefes-chamanes que encauzaran voluntades y
coordinaran esfuerzos.
Primero el templo, después la ciudad
A
la luz de esta nueva evidencia, es obvio que las ideas clásicas sobre
el origen de la civilización estaban equivocadas de medio a medio.
Tradicionalmente, se ha admitido como válido que fue la agricultura lo
que llevó al hombre a adoptar un modo de vida sedentario. Según esto,
fue la domesticación de plantas y animales lo que obligó a nuestra
especie a vivir en asentamientos que congregaban a comunidades cada vez
más numerosas. Ello propició, a su vez, la disponibilidad de los
recursos y el tiempo necesarios para dedicarse a otras tareas que no
fueran procurarse el sustento. Entre estas tareas figura la de fundar
una religión y un gobierno institucionalizados y construir templos y
ciudades; en otras palabras: la tarea de civilizarse.
Ahora sabemos que la prehistoria no fue
así. Dado que, en nuestro universo conocido, los efectos suceden a las
causas y no al revés, hoy es ya insostenible que la sedentarización
pudiera ser consecuencia de la agricultura. El ser humano ya estaba
organizado en sociedades más o menos complejas y especializadas antes
de aprender a trabajar la tierra. Si la tesis de Schmidt se confirma,
si Göbekli Tepe resulta ser el primer templo construido por el hombre,
la religión (entendida como institución, no como culto totémico) podría
no solo no ser un efecto de la sedentarización, sino que incluso podría
empezar a considerarse una de sus causas. Una hipótesis que Schmidt
resume en una sola frase: «Primero el templo, después la ciudad».
Por otro lado, y con independencia de si
Göbekli Tepe es una obra civil o religiosa, ¿podemos, contemplando esos
gigantescos pilares grabados hace cerca de 12.000 años con esos
símbolos ancestrales, negar a sus artífices el grado de civilizados, aunque no vivieran en ciudades? Resulta complicado sin acotar y revisar primero nuestro concepto de civilización.
¿Con la religión hemos topado?
Aparte su espectacularidad, su pasmosa
antigüedad y su misterioso enterramiento, otra de las sorpresas que
depara Göbekli Tepe es la discreta difusión que ha conseguido. Fuera de
las publicaciones científicas y académicas, este increíble hallazgo ha
pasado prácticamente desapercibido. Los periódicos generalistas han informado sobre él en uno o dos artículos –o en ninguno– en los últimos años, y revistas como Smithsonian (2008) o National Geographic
(2011) le han dedicado sendos reportajes. También ha comenzado a
aparecer en algunos documentales divulgativos de ciencia y paraciencia. National Geographic ha producido un interesante monográfico de 45 minutos con el sugerente título Lost Civilisation (2012), es decir, Civilización perdida.
En Alemania llegó a montarse una exposición con réplicas de algunos
pilares. Pero, en líneas generales, Göbekli Tepe o no ha llegado al gran
público o ha llegado sin que se le concediera la importancia que
merece.
Cabe plantearse si esa falta de entusiasmo y espacio en los divertimedia
no tendrá algo que ver con la incomodidad que para las grandes
confesiones monoteístas actuales supone la posible existencia de una
religión prehistórica muy anterior a ellas. Se da la circunstancia de
que La Gloriosa Urfa (Sanliurfa, la ciudad actual más próxima a
Göbekli Tepe) presume de ser la cuna del patriarca Abraham, o al menos,
una de ellas. Y precisamente las tres primeras religiones abrahámicas,
judaísmo, cristianismo e islamismo (cuyos fieles suponen, en total, más
de la mitad de la población mundial) comparten el mito de la creación.
Diferentes autores sitúan la fecha de la creación en los años 3759 a. C.
(Ibn Daud, 1161), 3952 a. C. (Beda, 710), 3992 a. C. (Kepler, 1615) ó
4000 a. C. (Newton, 1728). Estas referencias pueden parecer muy antiguas
y, ciertamente, lo son; pero también es cierto que los cálculos
contemporáneos, si bien no menos eruditos, tampoco han aportado nada
nuevo, más allá del innegable mérito de atribuir a Jesús de Nazaret un
último milagro póstumo: el de haber nacido entre los años 6 y 4 antes de Cristo.
No hay que olvidar que toda estimación de la cronología bíblica toma
como base los relatos y el árbol genealógico del Génesis y se elabora
sumando las edades de unos grandes patriarcas (héroes o semidioses, para
otras mitologías precristianas) divinamente dotados de una longevidad
excepcional: Adán (930), Matusalén (969), Noé (950),… Con semejantes
premisas, cualquier discusión sobre el rigor empírico de los datos es
pura retórica.
El caso es que las tradiciones judía,
cristiana y musulmana ubican la creación alrededor de 6.000 años antes
de nuestro siglo XXI, o sea, 5.600 años después de la construcción de
Göbekli Tepe. Si a los jerarcas de estas tres religiones dominantes ya
les cuesta un esfuerzo ímprobo reconocer, entender y aceptar a Darwin,
no es difícil imaginar las trabas que son capaces de poner –y que, tal
vez, ya estén poniendo– para admitir que las piedras de Göbekli Tepe lo
cambian todo. Ya no se trata de que hubiera hombres antes de Adán. Lo
que ahora se discute es si había dioses seis milenios antes de Dios, Alá
o Jehová. Y eso ya son Palabras Mayores.
Fuente: IniciativaDebate
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