El mundo es infinitamente más complejo de como lo quieren mostrar entidades que hacen de su simplificación un mecanismo elemental —pero sofisticado y sutil— del control social.
El control social no es una idea: es una
realidad. El control social es también una de las estrategias
elementales de quienes ejercen el poder, básica aunque al mismo tiempo
sumamente sofisticada y sutil —porque para ser eficaz, no puede ser de
otro modo.
Aunque no es reciente, el control social
ha encontrado en los últimos años un fuerte apoyo en la noción de
“trivialización”. Paradójicamente, a la complejidad de nuestra realidad
contemporánea se opone sistemáticamente una voluntad de reducirla la
realidad misma a un inmenso aunque desdeñable incidente sin importancia.
Conflictos sociales que se multiplican en diversas partes del mundo,
aumento en las tasas de crímenes, pérdida de derechos que antes se
creían impermutables, situaciones que, en general, podrían considerarse
algún tipo de síntoma, la señal de que las cosas no van tan bien como
algunos aseguran, y sin embargo son asimiladas en el discurso dominante
como anomalías simples pero esperadas, o limitadas a ideas que, como el
concepto de “depresión”, se repiten en incontables ocasiones hasta
volverlas huecas y carentes de sentido.
La banalización, la simplificación, la
trivialización: métodos que se ponen en marcha, iterados, para hacer
parecer que una situación determinada, si no es parte de la norma,
tampoco merece más atención que la que se le da a cualquier hecho nimio
de la vida cotidiana.
Tómese como ejemplo la conversión a
veces disimulada, a veces evidente, que los propagandistas del statu quo
—en la vida económica, la social, la cultural, la política — hacen de
palabras o consignas históricamente identificadas con grupos subversivos
o disidentes. Canciones pop que toman como motivo la rebeldía de
generaciones pasadas; programas de televisión que, so pretexto de la
parodia, transforman la vida política de un país es una gracejada;
eslóganes políticos que vuelven cliché o lugar común lo que alguna vez
fue exigencia novedosa y radical; productos que al comercializarse transforman en objeto de todos los días —para consumirse y desecharse— la irrupción de la disidencia en el orden social.
Así, los asistentes a una protesta
pública son personas sin ocupación fija, rijosos, inconformes que no
tienen razón para estarlo, vándalos que al recibir esta u otras
denominaciones pierden toda oportunidad de exponer sus motivos, sus
intenciones, los fines que persiguen.
Así, realidades complejas como la
inmigración, asuntos de salud pública como el aborto o el suicidio, la
precaria situación laboral de los países subdesarrollados, la pobreza
creciente de los supuestamente desarrollados, el asesinato por parte de
las autoridades de personajes juzgados previamente como “malvados” por
la opinión pública dominante, en última instancia son “cosa de todos los
días” o, si extraordinarios, sepultados en el olvido del siguiente
canal sintonizado, de la siguiente página pasada, del siguiente hecho
que la lógica de la sociedad del espectáculo eleva a los nuevos
titulares.
Por poner un ejemplo, ¿cuánto tiempo se le ha dedicado en los
noticieros con más auditorio, cuánto espacio en las revistas o los
periódicos de más tiraje, a la pesadilla diaria que viven miles de
migrantes que buscan llegar a los Estados Unidos pasando por
Centroamérica y México? ¿Cuánto en comparación con un hecho más o menos
aislado, pero infinitamente más comprensible y asequible
intelectualmente, que un hecho más propio de la nota roja o de las
páginas del corazón?
¿Qué mejor manera de
controlar una población —escribe Todhuntern— que induciendo la apatía y
la banalidad y promoviendo la trivialización de las causas, ideas o
situaciones difíciles de algunos? ¿Qué mejor manera de controlar a los
disidentes que ridiculizándolos o, si esto no funciona, en el caso del
gobierno indio, levantando cargos de sedición contra 7 mil legítimos
manifestantes antinucleares en Kudankulam —simples aldeanos y
pescadores?
Es cierto, parcialmente cierto, que en
la vida diaria no podemos vivir angustiados por la descomunal miseria
que el mundo lleva consigo —y, de alguna manera, tampoco podemos
hacernos responsables de ella. Pero quizá este sea un enfoque equivocado
(que, además, incluso incurre en esa misma trivialización: quejarnos
como hábito y modo de vida, ¿no es también una manera de reducirlo todo a
un vasto problema sin solución ante el cual solo queda resignarse?).
Quizá la salida de este callejón sea dar
la vuelta y comenzar no a angustiarnos ni preocuparnos, sino a actuar:
en la medida de nuestras posibilidades y en el horizonte a nuestro
alcance. Y parte de esto es entender que el mundo no es tan simple como
otras entidades con sus intereses propios intentan presentarlo.
Fuente: PiajamaSurf
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