La psicología y el misticismo coinciden en que para el desarrollo personal o espiritual es indispensable enfrentarse con la sombra (con el inconsciente) y vivir un proceso de integración de aquello que yace oculto: el tesoro resguardado por el dragón.
La naturaleza ama ocultarse.
Heráclito
La noción de que el ser humano en su
evolución personal debe de enfrentar su sombra o la parte de su
personalidad que ha ocultado –generalmente en función al predominio del
ego que rechaza todo lo que no le genera pronto placer– está ampliamente
difundida en la psicología y en el misticismo religioso. De igual
manera tradiciones esotéricas y chamánicas hablan de la importancia de
una muerte (generalmente simbólica) para catalizar y hasta culminar un
trabajo espiritual –es necesario entender y luego despojarse del pasado
para poder vivir plenamente el presente (remover la piel como la
serpiente y a la vez renacer de la cenizas como el ave fénix: la más
profunda imagen mística retoma esta fusión del ave y la serpiente, del
cielo y la tierra) para así ascender hacia las dimensiones superiores
de desarrollo psicoespiritual. En el simbolismo que acompaña el proceso
de muerte abundan los descensos al inframundo; esto obedece en un plano
más explícito a que el mundo subterráneo es el reino de la muerte (los
cuerpos son enterrados) pero en otro plano más rico y metafórico a que
para que se produzca una transformación verdadera (una muerte con su
crisálida) se debe atravesar lo más profundo y sombrío del ser,
descender hacia aquella hondonada en la que lo que somos se diluye con
el vacío y con el infinito –en el que nuestro yo se desbarranca en el
universo entero. Y toda aspiración espiritual o psicoevolutiva que se
arredra de primero cruzar la “noche del alma” (su propia noche, su
propia sombra) es presa de una crasa y narcisista ilusión (como aquellos
próceres que vagaban en círculos por el infierno de Dante).
La identidad entre la noche, la sombra,
el inframundo, y la muerte (además de ser categorías temáticas
favoritas, junto con el sueño, del romanticismo) tiene como eje de
cohesión aquello que yace oculto, pero no sólo lo oculto, sino justame lo más oculto,
lo más profundo: lo invisible pero siempre presente. Esto empieza a
delinear el reverso –o la alquimia– de la muerte y de la noche; eso
invisible pero siempre presente, oculto y profundo como un tesoro, es el
Amado, el Alma o Dios (una transformación celeste de aquella serpiente
que aletea en las aguas primordiales: la joya secreta que sólo puede
obtenerse por alguien capaz de atravesar el inframundo, abandonar toda
posesión y morir por ella).
Para poder alcanzar esta perla que pende
sobre el vacío –en el azufre cavernoso que se vuelca en un giro del
abismo en azur empíreo–, advierten místicos de todas las eras, el
requisito insoslayable es tener un corazón sincero. El mismo requisito
es adjudicado en los cuentos de hadas al príncipe que ha de vencer al
dragón (el dragón que es el guardían de los tesoros generalmente en
pasos subterráneos: en el budismo zen se habla de “descender a la cueva
del dragón azul”). La sinceridad es vital sguramente porque este
descenso se hace dentro de uno mismo –la cueva yace en la mente. ¿A
dónde nos llevaría una búsqueda de tesoros dentro de nuestro propio ser
que parte de una falsa intención y que teme verse a sí misma en su
propio calabozo, reflejado como un monstruo? En esta búsqueda, de suyo
oscura, la única luz posible, es la de su sinceridad, la de su ardor –si
es que logra moverse desde ese centro. Escribió San Juan de la Cruz en
su imperecedero poema “La Noche Oscura”:
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.
(Así se mueve el alma que se desdobla
del cuerpo –en una especie de viaje astral– una vez que ha logrado
sosegar su morada, iluminada por el corazón (latido que es ya el eco de
los pasos del Amor). Sosegar esa morada, ese cáliz del espíritu, es
justamente la labor que necesariamente se realiza en la noche oscura,
que no puede realizarse más que en esa noche oscura, en términos
modernos: el resultado de un trabajo de integración de mente-cuerpo y de
procesamientos de miedos, traumas y vínculos inconscientes y
genéticos).
En este punto, “a la mitad del camino de
mi vida” , en esta pausa de sinceridad, te invito, lector, a descender
al inframundo, a bajar a la zona más oscura de tu ser, en este momento o
en el que se acerca como una sombra. Me habló a mi, pero tal vez pueda
también encontrar una resonancia, es ineludible internarse en la
profundidad que más tememos y dejarse caer.
Es por mi que se va a
la ciudad del llanto, es por mi que se va al dolor eterno y el lugar
donde sufre la raza condenada, yo fui creado por el poder divino, la
suprema sabiduría y el primer amor, y no hubo nada que existiera antes
que yo, abandona la esperanza si entras aquí (Dante, Infierno, Canto
III)
Como aliciente a esta invitación
recorramos un poco de la literatura, la psicología y el misticismo
religioso que nos seduce a descender al inframundo, a morir y a
reconocer nuestra sombra. Realizaremos este recorrido en tres entregas y
desde una doble perspectiva, aquella principalmente psicológica y
aquella religiosa (en algunos casos chamánica) –descubriendo que, como
en su origen, mente y alma son una misma.
ENCUENTRO CON LA SOMBRA /LA OTRA CARA DEL ESPÍRITU
El gran integrador en el pensamiento
occidental del arquetipo de la sombra y del proceso chámanico y
alquímico de la muerte simbólica es indudablemente el psicólogo Carl G.
Jung. Además de explorar con una lucidez inédita las tradiciones
místicas, para insertarlas dentro del corpus de conocimientos
de la cultura moderna, Jung hace de la psicología una ciencia del alma,
reconectando con la filosofía presocrática la identidad entre la mente y
el alma, aquella encarnada por la
diosa Psique (simbolizada con una mariposa), y quien debe de descender
al inframundo para cumplir la prueba que la pone Venus, para reunirse
con su amado (el mismo dios Amor). Esta identidad es importante porque
nos permite hablar de este proceso de transformación en términos tanto
psicológicos como espirituales. Podríamos decir que el alma es en buena
medida la mente inconsciente –o que al menos este es el dominio donde se
oculta: en el olvido –lo que en términos freudianos es equivalente a la
represión y que en términos arquetipos nos remite a Plutón (dios del
inframundo, pero también, etimológicamente, la misma riqueza).
“Todos cargamos una sombra, y entre
menos se manifiesta en la vida consciente del individuo, lo más oscura y
densa que es”, dice Jung. La naturaleza de la sombra es ser furtiva y
sigilosa –en casos en los que menos se percibe posiblemente operando
desde dentro, como un doble agente de una inteligencia primitiva,
contra nosotros. Así nuestros problemas más profundos, o nuestras
debilidades son proyectados en la percepción de una deficiencia en
alguien más, por ejemplo. Si no reconocemos estas proyecciones “Entonces
el factor de proyección (el arquetipo de la sombra) tiene una mano
libre y puede realizar su objetivo –si es que tiene uno– o suscitar
alguna otra situación característica de su poder”, las cuales
generalmente nos embrollan como una telaraña invisible. La sombra es
similar al inconsciente según lo entendió Freud, el depósito de todo lo
irracional, reserva de la fricción animal (en Jung el inconsciente es
más amplio, abarca la memoria silenciosa de toda la especie y oculta al
alma individual). La sombra es aquello que por no hacerse
consciente ”se manifiesta en nuestras vidas como destino”, un destino
que nos conduce como un caballo no sólo indómito, también invisible.
Hacer un descenso al inconsciente y
vislumbrar nuestra sombra con toda su terrorífica parafernalia –se hace
más grande entre más se alumbra– es el paso fundamental para iniciar un
proceso de sanación psicosomática y de integración espiritual (el
reverso de la sombra es el espíritu y cuando el espíritu toma el cuerpo
es similar a cuando un fantasma, un alma, descubre que esta muerto).
“Uno no empieza a saber y sentir su propia miseria espiritual hasta que
empieza a sanar”, escribió el teólogo Francois Fenelon. Una de las
bases de la psicoterapia yace en que al recordar un suceso reprimido se
puede detonar una sanación acelerada –o esa misma memoria es ya la
sanación, como si al hacerse consciente le quitará su potestad entramada
a la sombra. Una versión actualizada de esto ha sido explorada por el
psicólogo e hipnotista Ernest Lawrence Rossi, quien sostiene que la
memoria (el trauma y la enfermedad) y el aprendizaje están sujetos a un
estado particular (state-dependent). Para recordar algo que ha
sido bloqueado es necesario inducir ese estado (como ocurre en ocasiones
en que al estar borrachos recordamos algo que nos sucedió cuando
estabamos también borrachos o bajo cierta droga, etc.). No sólo es la
memoria la que esta sujeta a un estado sino también el aprendizaje, por
lo que al recordar (esa amnesia inducida por nuestro temor o incapacidad
de reconocer a la sombra) y vivir de nuevo ese estado podemos aprender
a sanarlo/asimilarlo. Rossi ha documentado varios casos en los que a
través de la hipnosis se revive un momento raíz de un padecimiento o una
fobia y en ese acto se cura. Saber es recordar, decía Platón. Y
conocernos a nosotros mismos parece ser el sendero de la sanación.
“Toda enfermedad es el resultado de vida
psíquica inhibida… El arte del sanador consiste en desatar el alma,
para que pueda fluir a través del agregado de organismos que constituyen
cada forma particular. La sanación verdadera ocurre cuando la vida del
alma puede fluir sin impedimento ni represión a través de todos los
aspectos de la forma”, dice a propósito el maestro tibetano Djwahl Kul.
“Pese a su función de depósito de la
oscuridad humana –o quizás por esto mismo– la sombra es el asiento de la
creatividad”, escribe Jung, haciendo referencia a que la creatividad
está en el instinto sexual –en aquello más primitivo (la imagen usada
tradicionalmente es la de la serpiente). Para despertar el fuego de la
creatividad es necesario asimilar la sombra –que esta ya no esté
encaramada, manteniéndonos secretamente poseídos, puesto que sólo así
puede operar la voluntad, que es la extensión del espíritu. En este
punto de equilibrio entre opuestos, de “enantiodromia”, el
inconsciente, aquello que se manifestaba como un destino involuntario,
se mueve hacia la dimensión de lo posible. Se vive una especie de
amanecer psíquico en el que la mente obtiene límpidamente las facultades
del espíritu.
“Uno no alcanza la iluminación
fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad”,
escribió Jung, sentando una frase muticitada, que se ha convertido casi
en un cliché, pero no por común menos verdadera. Como empezamos a ver,
el camino a través de la oscuridad es en realidad el camino hacia la luz. La “noche oscura” es la puerta del alma. Lo más cercano al cielo debe de ser seguramente el corazón de la Tierra… En La Divina Comedia, la entrada al purgatorio se encuentra en el punto más profundo del infierno.
Continuará…
Fuente: PijamaSurf
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