Las reglas favorecen la supervivencia de un grupo social pero también aletargan, entre sus individuos, el acto de pensar.
Para muchos de nosotros el acto de
‘seguir’ reglas ha sido misión casi imposible lo largo de la vida. Más
allá de promover la anarquía como estandarte de vida, no siempre es
fácil respetar limitaciones que, en muchos casos, parecen haber sido
inauguradas arbitrariamente y firmadas por misteriosos desconocidos. Sin
embargo, y a pesar de lo anterior, lo cierto es que la existencia de
una cierta reglamentación –quizá traducida como una serie de acuerdos–,
parece algo necesario para el funcionamiento colectivo.
Por momentos esa abstracción que
llamamos ‘las reglas’ emerge como un incómodo capricho de una autoridad
distante, pero simultáneamente sería difícil imaginar un escenario
social carente de ellas –incluso si apuntamos al utópico ejercicio de
una sociedad regida por principios y no por reglas–. En este sentido
Albert Camus advertía que “la integridad no requiere de normas”,
mientras que Einstein aseguraba que para trascender es fundamental
“aprender y seguir las reglas del juego”.
En cuanto a lo primero, debemos aludir a
la histórica lucha del ser humano por controlar el caos natural, el
cual básicamente se refiere a sucesos inesperados que generan
consecuencias imprevistas. Al reglamentar su entorno, los seres humanos
nutrimos nuestra capacidad de predecir y por lo tanto de eliminar
eventuales amenazas. Curiosamente una buena porción de ese caos al que
nos enfrentamos surge de la propia interacción entre personas –y por lo
tanto tendemos a acotarla mediante normas. Y en pocas palabras, a través
de las reglas, buscamos, además de la supervivencia, estabilidad,
seguridad y eficiencia (tres de los grandes pilares culturales).
Ahora procedamos al otro lado de la
moneda, es decir las anti-mieles de vivir sujetos a un entorno
reglamentado. Las normas limitan, o mejor dicho aletargan, diversas
cualidades del ser humano. Entre más reglas existan menos tendremos que
usar nuestro cerebro para reflexionar, hallar espontáneamente
soluciones, o cuestionar realidades heredadas –de hecho en sociedades
radicalmente reglamentadas el pensar se torna, incluso, en una amenaza
contra la estabilidad reinante. Además, se corre el riesgo de caer en
patrones conductuales automatizados, lo cual diluye la posibilidad de
honrar nuestra propia existencia.
Scaruffi nos recuerda que a fin de
cuentas las reglas son imaginadas a través del pensamiento, pero
paradójicamente una vez que son activadas, reemplazan fragmentos del
acto de pensar (por ejemplo, emplear el sentido común, o sopesar
situaciones de acuerdo a nuestro código de principios o ética personal).
Y en este sentido el reglamentar constituye una especie de acto suicida
adoptado por el propio pensamiento humano.
Más allá de entrar en un abstracto
recorrido en torno a las bondades y los perjuicios de las reglas, parece
que lo más apropiado es, de entrada, reconocer esta naturaleza dual de
las reglas. Por otro lado, es importante remarcar que, si bien llegar a
acuerdos resulta prácticamente imprescindible para el funcionamiento de
un grupo social, también es vital cuestionarlas, desde un afán
evolutivo, no solo para evitar absolutizar las virtuales verdades que
soportan dichas reglas, también para afinarlas.
Muchas reglas ostentan un sentido
práctico hasta el momento en que alguien logra acuñar una regla ‘mejor’.
Pero si nadie hubiese cuestionado esta limitante en un principio,
entonces la posibilidad de pulirla jamás habría existido. Y supongo que
de acuerdo a las reflexiones anteriores, podríamos concluir que es
importante adaptarnos a las reglas, con ganas de respetar acuerdos
colectivos presuntamente establecidos para procurar el bienestar
colectivo, pero a la vez mantener siempre una postura crítica ante
ellas, conscientes de que no todas están en sintonía con ese fin, y que
en todo caso sin duda serán perfectibles: los tontos obedecen las
reglas, mientras que los sabios las utilizan como una útil referencia.
Fuente: PijamaSurf
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