Aunque popularizada en Occidente en los últimos años, la práctica de la meditación tiene implicaciones que entran en conflicto con algunos de los conceptos más característicos de la espiritualidad occidental, como el autocontrol o el conocimiento de sí que tiene una persona
En años reciente la práctica de la
meditación ha ganado popularidad en países de Occidente, adonde ha
llegado de la mano de tendencias espirituales que la consideran uno de
los mejores ejercicios para la armonía entre mente y cuerpo con enormes
beneficios para ambos, aunque especialmente para la primera, por lo
determinante que resulta el bienestar mental para prácticamente todo
otro aspecto de nuestra vida.
Sin embargo, como a veces sucede con las
costumbres ancestrales de una cultura que repentinamente aparecen
trasplantadas en otras, la meditación puede llegar a adquirir formas
extraños, conceptos que no se refieren con precisión a lo que es de
origen, a sus propósitos verdaderos, a los fines que persigue desde que
fue ideada en el contexto de tradiciones orientales religiosas como el
hinduismo o el budismo.
Así, por seguir el ejemplo que plantea
Maria Konnikova en The New York Times, lo usual cuando pensamos en
meditación es que imaginemos a un monje rapado cruzado en flor de loto y
de cara a los Himalayas, pero, estrictamente, si nos alejáramos por un
momento del cliché para buscar algo más cercano a nuestros referentes
compartidos, quizá lo mejor sería recordar a Sherlock Holmes, el
legendario detective del 221B de Baker Street, sentado en su sillón de
piel, solucionando un crimen desde la paradójica pasividad de su
reflexión.
Y es que, en buena medida, meditar
provoca en la mente de quien adopta esta acción como una práctica
recurrente, un mejor desarrollo de la habilidad que los psicólogos
cognitivos llaman en los medios anglófonos “mindfulness, concepto que se
ubica en un punto entre la atención y la conciencia que se tiene de una
situación dada. “La habilidad de aquietar tu mente, enfocar tu atención
en el presente y apartar las distracciones que se atraviesan en tu
camino”, escribe Konnikova.
Las investigaciones académicas sobre la
meditación en Occidente llevan realizándose desde hace caso cuatro
décadas, desde que Ellen Langer, una de las pioneras, actualmente
psicóloga en Harvard, documentara las mejores que la meditación trae a
las funciones cognitivas, incluso en adultos mayores. Con el tiempo se
descubrió que incluso en sesiones breves, esta práctica tenía un efecto
positivo notable tanto en las mociones como los pensamientos de una
persona y, por lo tanto, en el sistema neural donde todo esto se
origina.
Deconstruyendo la meditación y
acercándola más a la manera en que se entiende y se habita el mundo en
Occidente, en 2001 un grupo de investigación de la Universidad de
Wisconsin descubrió en el cerebro de los asiduos la formación de un
patrón de actividad en la zona frontal del cerebro que, entre otras
cosas, está asociado a estados emocionales de “enfoque-orientado” (approach-oriented), estado en el cual el individuo está inclinado a interactuar con el mundo que lo rodea y no a huir de él.
Asimismo, trascendiendo este aspecto del
control de las emociones, otra investigación, esta realizada en 2012 en
la Universidad de Washington, se intentó echar abajo el mito del
“multitasking”, la supuesta habilidad de prestar atención a decenas de
acciones simultáneas y, lo que al parecer es todavía más valorado, ser
el protagonista de ese circo o de tareas cotidianas. Tomando tres grupos
de voluntarios que recibieron clases de meditación pero en distintas
etapas de la prueba ―antes y después de esta, y el tercero un curso
sobre relajación corporal―, los investigadores descubrieron que meditar
provocó que los voluntarios tuvieran pocas emociones negativas al final
del día e incluso que vieran mejorada significativamente su habilidad
para concentrarse.
“La conciencia, en otras palabras, ayuda
a nuestras redes de atención a comunicarse mejor y con menos
interrupciones de lo que otras querrían”, escribe la articulista, quien
agrega además que este podría ser el estado natural de las redes de
nuestro cerebro, aquel en que estas se encuentran durante sus horas de
descanso.
Como se ve, la meditación tiene un campo
de acción amplio que involucra emociones, pensamientos y hábitos
mentales, incluso coqueteando con nociones tan caras a la espiritualidad
y la metafísica de Occidente como el autocontrol y el autoconocimiento.
“Conócete a ti mismo” es, por mucho, uno de los lemas más antiguos e
iterados de nuestra historia, un mandato que lleva implícita la relación
casi necesaria entre conocimiento y control: solo se controla lo que se
conoce, solo te puedes controlar a ti mismo cuando te conoces lo
suficiente. Y si algo caracteriza la construcción que ha hecho Occidente
de la naturaleza humana es el enfrentamiento entre los instintos y la
cultura, entre la pulsión dionisiaca y la apolínea, el atavismo y la
civilización, Jekyll y Hyde.
Meditar, de alguna manera, no se trata
de controlar ni de conocer. Ambas nociones le son un tanto ajenas. Sus
propósitos son menos ambiciosos y, por lo mismo, más asequibles. El
infierno en que Occidente sume nuestro pensamiento se disuelve en una
práctica mucho más humana, una habilidad muy concreta que solo por los
fines que cada persona persiga, puede ser que deriven hacia otras rutas.
Concluye Konnikova:
El corazón de la
conciencia es la habilidad de poner atención. Eso es exactamente lo que
Holmes hace cuando junta sus dedos, o cuando exhala una fina nube de
humo. Centra su atención en un solo elemento. […] En el tiempo que toma
al detective Mac trompicar por todos esos poblados en busca del ciclista
extraviado en “The Valley of Fear”, Holmes resuelve el crimen entero
sin dejar la habitación donde ocurrió el asesinato. Esa es la cosa con
la conciencia. Parece que te hace más lento, pero en realidad te da los
recursos que necesitas para acelerar tu pensamiento.
La diferencia entre
un Holmes y un Watson es, esencialmente, de práctica. La atención es
finita, es cierto, pero también se puede entrenar.
Fuente: PijamaSurf
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