En su origen la palabra española «trabajo» remite a un instrumento de tortura, el tripalium. Y en alemán y ruso la etimología para «trabajo» (arbeit, rabot), de origen indoeuropeo, pertenece a la misma raíz que da lugar a la palabra «robot», que significa «esclavo». Si seguimos buscando en otras lenguas encontramos ejemplos parecidos que, como mínimo, nos dejan claro que el trabajo nunca fue plato de gusto.
Al menos ciertos
trabajos: griegos y romanos distinguían entre «labor» y «trabajo» y
usaban diferentes palabras para referirse a cada cosa. La labor era la
tarea del hombre libre: la política, el debate filosófico, la caza, la
guerra… Lo demás, la actividad productiva cotidiana, era casi todo cosa
de esclavos. Una idea que, con o sin distinta terminología, se ha dado
en todas las civilizaciones de la Historia hasta fechas bien recientes.
En la Edad Media, el Renacimiento y en realidad hasta el advenimiento de
la doctrina capitalista liberal, el trabajo manual no sólo era cosa de
siervos o castas inferiores: es que estaba mal considerado. Ser
artesano, maestro, agricultor o lo que fuere se consideraba una mancha
en el currículum social del individuo. En la literatura española del
Siglo de Oro se hace alarde de la vagancia del hidalgo, que no da un
palo al agua en su vida y presume de ello, dejando por rústico y poca
cosa al que se gana el pan con el sudor de su frente.
Esta mentalidad se
mantuvo durante siglos, hasta que el auge de las naciones protestantes y
el triunfo de la burguesía establecieron una nueva mitología en torno
al trabajo como indicador de éxito, garante de la Gracia Divina y signo
de salvación. Poco a poco, y no sin resistencias, esta filosofía ha ido
extendiéndose por toda la Tierra y en la actualidad incluso naciones
tenidas por perezosas, como la española, enarbolan la bandera del
trabajo como virtud máxima del ciudadano.
Sin duda el ser humano
disfruta manteniéndose ocupado y quizá sea excesivo considerar, como
hacían los antiguos, que el trabajo sea una mancha. No obstante, cabe
preguntarse también si el desplazamiento hacia el lado contrario del
péndulo es tan bueno como nos dicen: ¿hasta qué punto el trabajo es una
bendición tan fantástica como nos quieren hacer creer?
Ante todo hay que tener
en cuenta que la historia del trabajo que nos venden los grandes medios
de desinformación es falsa: el esclavo antiguo no era libre, pero su
vida no era necesariamente tan horrible como nos pintan en las
películas. De hecho, la mayor parte de los esclavos antiguos llevaba una
vida que, desde nuestra perspectiva, nos parecería bastante normal,
incluso más que aceptable. El cine y la literatura contemporáneos nos ha
mostrado una imagen de la esclavitud antigua por completo siniestra,
pero eso es porque Hollywood, el gran generador de propaganda del
capitalismo, deforma la historia para hacernos creer, deliberadamente o
no (quizá sea sólo porque la maldad resulta más efectiva en pantalla),
que todos los pueblos han tratado a los esclavos tan mal como lo hacían
los puritanos estadounidenses y los civilizados europeos que, durante el
siglo XIX, extendieron su miserable concepción de las cosas por todo el
planeta.
Que la esclavitud, a la
antigua o a la moderna, es detestable, no hay quien lo niegue. Sin
embargo, cabe preguntarse si las cosas han mejorado para el trabajador
actual. El fin de la esclavitud no vino, pese a lo que se suele creer,
por el resultado de la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Este
episodio local sirvió ante todo para liquidar la lucha entre dos
concepciones económicas muy diferentes con la victoria del capitalismo
industrial tal y como lo conocemos. Se culminaba de este modo, durante
la segunda mitad del siglo XIX, un proceso que había empezado mucho
antes, a principios de ese mismo siglo, con las primeras leyes
británicas contra la trata y crianza de esclavos.
Curiosamente los
británicos habían sido los mayores negreros y los que más beneficio
habían sacado de la trata. ¿Por qué este interés más o menos repentino
en acabar con un negocio tan boyante? Porque la industrialización, que
comenzó en Inglaterra partiendo de los inmensos beneficios obtenidos
precisamente del trabajo servil y de la venta de esclavos, puso de
manifiesto una serie de realidades por completo nuevas en el universo
del trabajo y el comercio.
La principal y más
importante, la constatación, hecha en las fábricas del Reino Unido, de
que un obrero asalariado trabaja mejor, es más fiable y sale más barato
que un esclavo. Por otra parte, la firme determinación británica de
acabar con la competencia «desleal» que para su comercio en expansión
representaba el trabajo esclavo en otras naciones. Había que convencer
al mundo de las bondades de la economía capitalista, con su mercado de
trabajadores libres. Libres, aunque explotados más allá de toda medida,
como nunca jamás lo había sido esclavo alguno.
A lo largo del siglo XIX
se va estableciendo el cambio necesario de mentalidad para adaptar la
producción, la economía y toda la sociedad a estas nuevas reglas del
juego que perduran hasta hoy. El concepto de trabajo fue elevado a la
categoría de virtud y al mismo tiempo se acababa con la lacra de la
esclavitud que, por supuesto, tenía sus detractores entonces, como los
había tenido en todas las épocas. Ciertas interpretaciones del
socialismo también contribuyeron a este proceso, con su mitología del
trabajador como héroe de la sociedad. Así se fueron poniendo los
cimientos del mundo contemporáneo.
El proceso fue rápido y
en cierto sentido fácil pero, por supuesto, no dejó de haber
resistencias. Los propietarios de esclavos, por ejemplo, no vieron con
buenos ojos esta nueva filosofía social, e incluso en España llegó a
haber un partido negrero. Además, los nuevos trabajadores (los
proletarios) serían libres, pero en realidad vivían bajo un régimen de
explotación inhumano y, por si fuera poco, su extrema pobreza los
mantenía atados a las fábricas y talleres con más solidez que las viejas
cadenas. El sufrimiento del trabajador durante la Revolución Industrial
constituye la base del movimiento obrero, una forma organizada y
persistente de resistencia que, curiosamente, no había estallado (salvo
casos esporádicos como el protagonizado por Espartaco) en los largos
siglos de la esclavitud.
El proceso siguió
adelante durante los siglos XIX y XX, en parte porque no carecía de
fundamentos morales: la esclavitud era insostenible no sólo
económicamente, sino desde el punto de vista social y humano. Por otro
lado, el cambio de régimen de la masa trabajadora vino acompañado de
ciertas «mejoras» que en parte fueron resultado de la propia lucha
social, pero también aportación interesada de los grandes capitalistas.
La educación
obligatoria, la sanidad universal, el servicio militar no clasista, los
impuestos progresivos, los transportes públicos, la policía civil… Toda
la batería de derechos y servicios públicos que fueron conformando, con
gran lentitud y esfuerzo, el denominado Estado del Bienestar, tenían y
tienen no obstante un lado oscuro: formar una masa trabajadora no ya
eficiente, sino troquelada desde la cuna para ser piezas sanas,
controladas y productivas de la gran cadena de montaje en que se fue
convirtiendo toda la sociedad.
Una sociedad concebida
como máquina, en la que cada ser humano no es más que un elemento
intercambiable, prescindible, con una vida útil y un precio calculados
de antemano. Este es el gran resultado del capitalismo: la
deshumanización de Todo. No es extraño que sea el mundo capitalista, el
abanderado de la democracia y los derechos humanos, el que haya
engendrado las peores dictaduras y acometido las guerras más salvajes de
toda la historia. Pero incluso después de estos procesos que sacudieron
el siglo XX y pusieron a nuestra especie al borde la extinción, el
proceso no ha parado.
A pesar de las proclamas
de la I Internacional a favor de la emancipación del obrero, de su
lucha por liberarse de las cadenas del trabajo, y de las brillantes
argumentaciones acerca del carácter alienante del trabajo asalariado por
parte de conocidos autores como Proudhon, Marx o Paul Lafargue, tras la
defección de la socialdemocracia y la victoria de la revolución
bolchevique casi nadie mantuvo la propuesta inicial del socialismo, es
decir, la definitiva liberación del ser humano: la del trabajo. Por el
contrario, a lo largo del siglo XX y también en lo que llevamos del XXI
persiste la maligna idolatría de ese concepto y es llevada a extremos
tan delirantes que hoy incluso los ricos trabajan, lo cual es el colmo
de la estupidez. Una masa de trabajo inagotable, absorbente y alienante
con el único objetivo de mantener la máquina en funcionamiento, sin una
finalidad clara y sin un progreso definido (más allá de las invenciones
técnicas). El resultado: una humanidad cada vez más desquiciada.
Hoy, en el apogeo de la
tecnología, proponer el fin de la civilización del trabajo para
sustituirla por una cultura del ocio y la creación, mucho más humana y
productiva, sigue siendo cosa rara y hasta mal vista. Por el contrario,
se han acentuado todos los vicios del capitalismo hasta extremos de
locura. Si la educación pública tuvo en sus orígenes una intención
humanista, hoy, con o sin planes Bolonia, no se intenta siquiera
disimular que el fin determinante del sistema educativo no es otro que
disciplinar a los hijos de los trabajadores y generar «profesionales»
entre los vástagos de las clases acomodadas, como corresponde a una
sociedad cada vez más desigual y clasista. Del mismo modo, la sanidad
parece orientada más como un taller de reparaciones que como un sistema
que garantice la salud del común. El transporte público fomenta la
expansión urbana y aleja a las personas más que acercarlas. La policía,
que históricamente surgió como parte de la protección del procomún y el
ordenamiento administrativo de la res pública, bajo el concepto
de protección al ciudadano, ya no disimula su función pretoriana y
represora en favor de los más ricos y de la propiedad privada. Y así la
deseada sociedad global se ha transformado en una pesadilla obsesiva de
control, producción y consumo.
En los últimos años el
fenómeno del desclasamiento en las sociedades desarrolladas ha fomentado
esta situación. La clase trabajadora, que constituye la mayoría de la
humanidad, creyó ser clase media y adoptó los vicios tontos de esta
casta grisácea que sólo destaca, como su nombre indica, por la más
completa mediocridad. El esclavo o el obrero tenían al menos la
esperanza en la revolución y el orgullo del luchador, pero el homo urbano
contemporáneo sólo aspira a consumir más y más y no tiene otra bandera
que el dinero. Dinero del que nunca dispondrá en cantidad suficiente,
pero al cual adora —y en esto todas las clases comparten la fe— como al
único dios verdadero.
El servum romano y
medieval, el trabajador antiguo, fuera o no esclavo, no siempre estaba
encadenado, no vivía sujeto a horarios rígidos, y su calendario laboral
estaba repleto de fiestas y días de asueto. El trabajador actual no
conoce el descanso. Su mal pagada jornada se prolonga lo indecible en
horas extraordinarias que regala al patrón a cambio del privilegio
de poder trabajar. Y en sus ratos libres se somete a una rutina
agotadora de ocio-consumo que le ata aún más, vía deuda, a esas cadenas
invisibles que la mayoría no lograrán quitarse en toda la vida. Charlie
Chaplin yalo reflejó magistralmente en la película Tiempos modernos:
el trabajador de la sociedad industrial es el esclavo más esclavo de
todas las eras, pues ya ni siquiera se le considera humano. No es más
que un engranaje y, como tal, cambiable, prescindible.
La esclavitud industrial
es el gran regalo cotidiano que nos hace a todos el capitalismo. Bajo
el esplendor de una sociedad tecnificada, llena de luz y de conceptos
hermosos, se esconde (pero no demasiado) el peor momento de toda la
historia (de por sí triste) de la civilización. El miedo lo domina todo.
Miedo al Estado y a sus fuerzas represivas, miedo al paro, a la miseria
(o al no-consumo), a la delincuencia, a las enfermedades, al clima…
La etimología de tripalium
quizá sea falsa, pero la sociedad idólatra del trabajo ha convertido la
vida del ser urbano en un tormento peor y más duradero que el de
Sísifo: ansiedad, obsesiones, angustia producida por una precariedad
eterna que frena a todos el acceso al falso paraíso del consumo. Y ahora
el amo ni siquiera está obligado a dar cobijo y comida al esclavo. En
los viejos tiempos los amos más despreciables hacían horro (libre) al
esclavo viejo. De aquí viene el término «ahorrar», pues de este modo,
cuando el siervo ya no podía trabajar más, los amos se evitaban pagar la
manutención y cobijo del que les había servido.
El amo actual es mucho
más miserable que aquellos canallas, pues al tiempo que acumula riquezas
más allá de toda capacidad de gasto, el rico contemporáneo, el
«triunfador», «ahorra» continuamente de sus nuevos esclavos. Esclavos
que ni siquiera saben que lo son y que ansían trabajar más y más,
incluso gratis, porque el trabajo se ha convertido en el gran valor
social.
Una sociedad sana
debería aspirar a la abolición del trabajo, como se sugirió por última
vez durante el Mayo del 68. Para eso inventamos máquinas: para trabajar
lo menos posible. Pero lo cierto es que nunca ha habido tantos
trabajadores, ni trabajando tanto, como ahora. ¿Qué es lo que falla?
Pues por abajo el miedo de los pobres a ser más pobres aún. Y por
arriba, el miedo de los poderosos a una sociedad liberada de la mayor de
las prisiones: el propio trabajo.
Una humanidad libre de
esta carga, dedicado cada cual a su «labor», a una actividad creativa y
satisfactoria, sería también una sociedad equilibrada, formada por
personas pensantes y reflexivas. Y en un ambiente así el rico,
insolidario y avaricioso, no tiene cabida. Por eso se procura mantener a
la gente cada vez más ocupada, bien en el tajo, bien en un ocio que
muchas veces resulta más embrutecedor y cansino que el propio trabajo.
El trabajo no es una
virtud, no ennoblece ni engrandece ni, utilizando el palabro de moda,
«realiza». El trabajo, como se sabe, no es más que una maldición de
Dios. Pero esto, en una sociedad que ha perdido todos los valores,
tampoco tiene mayor importancia. En otras épocas, no tan lejanas, se
reivindicó el valor del ocio, del tiempo libre, de un reparto de la
riqueza que nos permitiera a todos trabajar menos y vivir más. Hoy nos
batimos por conseguir un trabajo peor que el de un esclavo, que nos
permita malvivir con las sobras de la sociedad de consumo.
Fuente: IniciativaDebate
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